El mensaje (2ª parte)

Relato erótico

COLABORACIÓN

Korai

Yanet ordenaba los carretes de hilo recién llegados del proveedor. Los iba colocando por colores en los cajones detrás del mostrador y dejaba uno encima, que abría con cuidado y situaba en la caja metálica de tapa de cristal que hacía las veces de muestrario. Le gustaba cómo quedaban los carretes en su interior, formaban un precioso arcoíris que alimentaba con cada paquete nuevo que desenvolvía. Ese festival de color le trajo recuerdos de su Cuba natal y decidió acompañar su ritual con música. Se dirigió a la trastienda para encender el aparato de música y los altavoces y seleccionar la playlist más alegre que tenía. La música la transportó y comenzó a bailar. Lo llevaba en la sangre y sus rotundas caderas seguían el ritmo de la melodía en perfecta sincronía, mientras su cuerpo se bamboleaba con sensuales movimientos. Se recogió la ondulada y abundante melena en un moño a lo alto de la cabeza. Hacía calor en la trastienda; había pasado parte de la madrugada fabricando velones y el aroma de la cera, la parafina y los aceites esenciales sumados a la temperatura de la estancia convertían su mercería en un exótico horno con aroma a bergamota.

Un gritito agudo que provenía de la tienda la sacó de su ensimismamiento devolviéndola a la realidad.

—¡Yanet, YAAAANET!

Doña Elvira. La insufrible y solterona doña Elvira. La mercera suspiró.

Mercería Yanet, leyó Virgilio petrificado frente a la puerta sin atreverse a entrar. El letrero parecía brillar más que otras veces atrayéndole con una especie de fuerza misteriosa. Pero él no se atrevía a empujar la puerta. La mercería, como su nombre bien indicaba, la gestionaba Yanet, con “y” griega como ella siempre puntualizaba; la rotunda mulata que se había instalado en la pequeña ciudad cinco años atrás. Una mujer de bandera, de indomable melena rizada y curvas que ni el circuito de Mónaco (a Virgilio le gustaba mucho la Fórmula 1). Y una piel tostada brillante que bien parecía cacao en estado puro.

—No puedo entrar así —musitó el hombre. Aferró con fuerza la maleta llena de cremalleras, hilos y botones que, tintineantes, se movieron en su interior. Era, en definitiva, el material que normalmente presentaba a sus clientes. Pero el escenario había cambiado por completo desde que recibió el dichoso SMS y en su cabeza se sucedían a cámara rápida las posibles situaciones con Yanet en caso de volver a traicionarle la mente. No se veía capaz de controlar la situación porque esa mujer protagonizaba las húmedas noches en las que Virgilio imaginaba esa piel oscura y brillante de deseo ondulando desnuda ante él, esos labios gordezuelos recorrerle por completo y, por supuesto, las magníficas mamas de la mujer que intuía tan firmes como las carnes de su dueña e infinitamente sabrosas rebosarle en la boca.

Respiró hondo y tuvo una idea: se colocó las gafas de cerca confiando que al no distinguir las figuras el efecto pernicioso se vería atenuado. Abrió la puerta y se asomó Una bocanada caliente rebosante de fragantes aromas le golpeó en la cara. Su entrepierna palpitó contenta; como buen perro de Paulov sabía lo que esos olores significaban: Yanet. Volvió a cerrar la puerta y se quedó en la calle con el corazón en la garganta amenazando infartar. Volvió a respirar hondo. Tres veces. Cuatro. Cinco. Era consciente de que de poco le iba a servir respirar todo el aire del mundo.

Unos chillidos desde interior le sacaron del ensimismamiento.

—¡Bruja inútil! —gritaba la voz aguda— ¡Casi acabo en el cuartelillo por tu culpa!

Virgilio sacó todo el coraje que pudo para entrar. Al fin y al cabo, él era un caballero y su dama parecía en peligro. Dentro no distinguía bien las figuras, pero una de ellas blandía amenazante lo que parecía un paraguas medio encaramada sobre el mostrador.

—Señora Elvira —escuchó contestar pacientemente a su adorada Yanet—, no entiendo qué ha podido pasar, realicé el amarre como me enseñó mi tía Camila.

—¡Pues el carnicero casi me denuncia! —se quejaba la mujer, nerviosa—, hice todo lo que me dijiste, ¡jodía cubana! Encendí la vela en casa, bailé desnuda y luego hice “eso” con ella. Y hoy cuando trataba de esconderle mis bragas bajo el mostrador ¡me ha pillado de rodillas bajo su mesa! Con las bragas en la mano, Yanet, y ¡el culo al aire! y me ha montado un cirio amenazando con llamar a la guardia civil.

—Y de deseo por mí, ¡nada de nada! —volvió a subir la voz—, tus amarres no sirven. ¡Quiero mi dinero y que me compenses las vergüenza!

—Cálmese señora Elvira, cálmese. —Trataba de apaciguar la santera novata mientras evitaba ser alcanzada por un paraguazo.

Virgilio situó en una esquina y miró por encima de las gafas. Sintió como si se mareara cuando visualizó la escena. Yanet sujetaba el brazo de la señora Elvira, pero no en actitud de defensa pues el brazo blandía un enorme falo de goma que la mercera trataba de lamer. La solterona gemía con una mano perdida bajo las faldas tratando también de hacer suyo el potente miembro. Virgilio gimió muy quedo en su rincón a pesar de la irresistible atracción que ejercía la santera sobre su ya enhiesta entrepierna. Se le escurrió la cartera de las manos y cayó dando un golpe seco que sobresaltó a las dos mujeres abriéndose y esparciendo multitud de objetos brillantes por el suelo. Las manos actuaban solas y trataban por todos los medios de desabrochar el pantalón. Virgilio lloraba de impotencia arrodillado tratando de sobreponerse a esa fuerza sobrehumana que le pedía saltar encima de la mulata. Entre sollozos, logró articular unas palabras envueltas en quejidos:

—Yanet, ayúdame…, por favor.

La solterona le miraba escandalizada frotarse la entrepierna como un mandril y agarrando con fuerza el paraguas y el bolso salió de la mercería pegada a la pared como un ninja.

Yanet le miraba preocupada y trató de acercarse, pero Virgilio, que la veía aproximarse bailando completamente desnuda entre tules de colores la imploró:

—Por dios Yanet, no te acerques que no respondo..., que no sé qué me pasa, que te veo desnuda y sé que no lo estás, que te deseo como un animal, que no me puedo controlar, Yanet...

Los hipidos y gemidos de placer se mezclaban llenando la tienda y el pobre hombre agonizaba cual príapo sin ser capaz de contenerse amarrado a una de las patas del mostrador.

Yanet cogió una jarra de agua fría tras el mueble y se la echó encima a Virgilio. Se sentó sobre él para inmovilizarle y tratar de reducirle y le empezó a atar las manos a la mesa con un cordón de cortina. La mala fortuna quiso que los pechos de la mulata quedaran pegados a las narices del vendedor y que éste sacara fuerzas no se sabe de dónde para agarrar un despistado pezón con su boca. Comenzó a succionarlo cual bebé, apaciguándose por momentos. Yanet, primero sorprendida, y después claramente complacida, le dejó hacer durante unos segundos para después, y esta vez de verdad, liberar con destreza sus dos grandes mamas ante Virgilio que parpadeaba sin saber si era un sueño o una realidad. Le dejó mamar golosamente de una para luego colocarle la otra en la boca, y así empezó a alternarlas como haría una buena matrona, pero ronroneando de placer. Alargando un brazo, alcanzó a echar el cerrojo de la tienda y comenzó a acariciar la cabeza del buen hombre que sollozaba complacido pegándolo más aún a sus senos. Se arrebujó las faldas a una cadera que hacía rato que bailaba juguetona sobre la pelvis del hombre.

Mientras, sobre el mostrador, bajo un hatillo de hierbas santeras y lazos de colores, echaba chispas doradas y brincaba con vida propia una tarjeta de visita que rezaba: Virgilio Mellado, Botones y cremalleras.