Armán, el impávido

Relato

Antuán

11/16/20233 min leer

Otra vez te dispones a atravesar esa puerta. A lo largo de tu desdichada vida ya has franqueado unas cuantas muy similares. No tienen pomo ni cerradura, solo madera o metal, con alguna porción de cristal y, quizás, algún mecanismo neumático de apertura para facilitar el paso de las camillas o las sillas de ruedas. Todas separaban con idéntica eficacia dos existencias.

    En el lado más aséptico de este umbral has visto emociones, alegrías, paces y disputas. Desde el tedio hasta la desolación, desde el último aliento antes de la muerte hasta contagiosas risas y lágrimas, sin olvidar el máximo agotamiento. Pareces haber explorado desde fuera todos los rincones de la experiencia humana; sin embargo, aún sientes que no es bastante. Te gustaría sumergirte en su esencia, sentir cómo cada fibra de tu ser experimenta y afronta cada una de ellas. Cómo te deleitas en su regocijo o afrontas el temor que las acompaña.

Hasta ahora no has podido. No sientes nada.

    La de hoy podría ser la última barrera. Y lo sabes. No queda margen. La edad y los achaques marcan con crueldad el límite. Si lo que encuentras allí consigue atemorizarte, podrás retirarte de esta yincana vital con un objetivo conseguido. Significará que te queda algo de sangre en las venas; verificarás que tanto la frialdad, como el desapego o la apatía que te reprochan sin cesar han sucumbido ante un estímulo pavoroso, aunque sea el postrer.

    Todos estos pensamientos se acumulan en tu cabeza, al ralentí, uno tras otro, con tiempo para alinearse en tu cerebro y, una vez organizados, tratar de poner en guardia a la amígdala, ese órgano donde dicen que se procesan las emociones más irracionales. Los científicos añaden que esa área es la que también genera defensas frente al espanto, la ira, la angustia y otras muchas sensaciones similares.

Hoy, Armán, quieres romper esa maldición tan personal, por la que todos los estímulos pasados no dispararon nunca ninguna alarma interior.

Con la misma parsimonia que tus reflexiones han transcurrido las horas, interminables, sin prisa, pero sin pausa, tic, tac… No has desayunado, aunque sí has dado tu paseo matinal. Solo te preocupa una cosa, y no es que al día siguiente no puedas repetir la caminata, algo que te es indiferente, ni siquiera la posibilidad de no hacerlo pasado mañana, ni al otro, ni al otro, pues todo indica que el paso que darás este mediodía no te retornará a tu realidad cotidiana. A lo peor, no te lleva a ninguna. Te repites una y otra vez las peores consecuencias posibles del tratamiento al que van a someterte, pero ni el pesimismo, ni la tristeza, ni la melancolía hacen mella en tu imperturbable existencia.

Ya sabes que el tumor que te tratarán de extirpar está en un entorno muy complicado. A pesar de ser minúsculo, podría provocar algún efecto inesperado, como «inmovilidad en piernas o brazos», «dificultades para el habla» o «pérdida de visión». Nada de eso te desazona. De nuevo, tu impavidez hace de escudo, aunque hubieras preferido que no fuera así. Anoche dormiste de un tirón, como sueles.

Ha entrado una enfermera para colocarte una vía en el antebrazo; mientras, te pregunta si estás nervioso o si necesitas algo o a alguien. Respondes que no, que estás preparado para todo. Y es cierto, muy a tu pesar, pues preferirías estar algo excitado, asustado, y escuchar alguna palabra de aliento a tu alrededor.

A pesar de todo, enmascarado bajo capas de frialdad e indiferencia apiladas durante años, hace días que ha asomado un deseo que sí ha avivado tu interés. Te has preguntado «¿qué pasaría si, en el lado opuesto de esa última puerta, lograran que el territorio cerebral de la sensibilidad recuperase alguna de las funciones irracionales que le atribuyen?». La sola idea de que eso suceda ya te produce un amago de bienestar, y te has dormido sonriendo al llegar al tres de la cuenta atrás de la anestesia.

Sin miedo.

Noviembre de 2023