La autócrata

Relato dictatorial

Antuán

La máxima dirigente caminaba con parsimonia por el largo corredor que conducía a la sala de crisis. Sus pasos resonaban con una solemnidad que contrastaba con el silencio del palacio. Las paredes, adornadas con tapices que narraban victorias pasadas, parecían poner a prueba su liderazgo durante la guerra que se había extendido durante más de dos años de desafíos constantes. Desde el inicio de su mandato, había impuesto un régimen de hierro, reforzando el Estado con una mezcla de astucia política y voluntad inquebrantable. Su Gobierno se caracterizaba por una vigilancia implacable y un control estricto sobre la información, convencida de que el poder absoluto era necesario para guiar a la nación a través de tiempos turbulentos.

Ya no podía aparecer tanto como solía antes del conflicto. La guerra había alterado su capacidad de moverse libremente y sin restricciones. Además, por motivos de seguridad, no era adecuado acercarse a menos de quince metros de los líderes mundiales en las pocas cumbres internacionales que aún convocaba. Había ordenado renovar viejas mesas de congresos, y ubicarlas en las salas de reuniones. De esa manera, podría situarse en la cabecera y obligar a distanciarse a quienes quisieran departir con ella. Esta medida no solo la protegía, sino que también reforzaba su imagen de autoridad inquebrantable.

Para las intervenciones en primeros planos de informativos, su equipo utilizaba montajes de vídeo manipulados y voz sobreimpuesta con el resumen del asunto diario. Así aparecía en pantalla muy natural, sin joyas ni adornos que pudieran distraer de su mensaje. Mediante este subterfugio tecnológico, la lideresa conservaba su perturbador semblante ante el mundo, sobre todo, a la hora de amenazar con sacar sus espeluznantes armas definitivas. Estos discursos, aunque artificiales, transmitían una presencia implacable y una determinación que parecía emanar de ella sin filtros, aunque su cuerpo real estuviera ausente de los focos.

En la sala de crisis, su círculo más cercano de consejeros esperaba. Al entrar, todos se pusieron de pie, en un gesto de respeto forjado más por el miedo que por la admiración.

—Debemos decidir cuál será el próximo curso de acción —dijo ella con voz firme, mientras se sentaba al extremo de la gran mesa ovalada, opuesto al ocupado por su camarilla. Su rostro, aunque marcado por el cansancio, todavía emanaba una autoridad indiscutible.

—¿Y qué sugieres, si puedo preguntarte, señora? —preguntó el general de mayor rango presente, un hombre cuya lealtad había sido probada en innumerables avatares.

—Nuestra posición es crítica, pero no desesperada —respondió, revisando los mapas y datos que se proyectaban en la pantalla frontal—. Debemos mantener nuestra presión en los frentes sin vacilar. La victoria será nuestra, cueste lo que cueste.

La reunión continuó durante algunas horas más, debatiendo estrategias, asignando recursos, y decidiendo la mejor forma de vender la idea de superioridad a su pueblo. El mecanismo estaba bien engrasado para esas tareas.

Entonces, ocurrió algo inesperado. Casi al final del cónclave, una pequeña astilla de la cara inferior de la mesa, agrietada por el uso y el tiempo, se clavó en el dedo anular derecho de la dirigente. Esta, de manera instintiva, se llevó el dedo a la boca, y succionó la sangre que emergía de la pequeña herida. Recompuso su presencia y continuó atenta a las intervenciones finales.

Los asistentes la habían observado, pero ninguno se atrevió a hablar. Lo que ella y su consejo ignoraban era que su sangre se había vuelto tóxica, una condición desarrollada por años de vivir en un estado de estrés y alerta constante, además de la medicación a la que se sometía para controlar otros problemas inconfesables de su organismo. Su cuerpo, adaptado a un ambiente de pura adrenalina, poder y maldad, había transformado su sangre en un veneno mortal.

Prosiguió tomando decisiones, sin saber que serían las últimas que se adoptarían en su mandato. Cuando el efecto del veneno comenzó a manifestarse, su voz se debilitó y su vista se nubló.

—Líder, ¿estás bien? —preguntó una joven asesora, que se levantó con visible preocupación.

Con un esfuerzo supremo, ella intentó responder, pero su cuerpo no obedecía. Sus consejeros se precipitaron hacia su rincón de la gran mesa, pero ya era demasiado tarde. La mujer que había controlado el destino de su país con mano de hierro había caído, derrotada no por sus enemigos, sino por su propia naturaleza trastornada.

La noticia de su muerte se dispersó con rapidez. Desde ese momento, el país se enfrentaba a un futuro incierto. La ironía de su caída resonaba en los corazones de aquellos que habían vivido bajo su sombra.

La autócrata había sido derrotada por lo único que creía completamente bajo su control: ella misma.

Dictadora en la sala de juntas
Dictadora en la sala de juntas