Fotocerraduras
Relato voyeur BIS
Antuán
Él se acerca con extrema cautela. Sus pasos se guían en lo oscuro gracias al pequeño haz de luz que hay al final del pasillo. Llega al objetivo. Se reclina un poco, prepara la cámara, enfoca y pulsa el botón rojo virtual. Ya la tiene.
En pocos segundos, la ha publicado —es la quinta o sexta instantánea del último cuarto de hora—, y la ha etiquetado en su red preferida.
Por su lado, ella se dispone a practicar uno de sus vicios más consolidados. Cada noche, después de una dura jornada de trabajo, ya en la cama, sus dedos cobran protagonismo.
Empieza repasando las fotos de sus contactos de Whatsapp. Se salta algunas. Amplía hasta el detalle las que cree más recientes. «Qué patas de gallo tiene Lola», piensa, o «jóder, Pepiño, siempre tan coqueto, tendré que darle un toque». Prosigue su deleite con los estados compartidos. El índice y el pulgar de ambas manos funcionan con una soltura asombrosa, y en pocos segundos ha terminado la primera ronda de su rutina voyerística previa al reposo.
Toca Instagram, y descubre la notificación de un seguidor nuevo que la ha mencionado. Trata de averiguar quién es. Nunca se sabe. No está tan sobrada de seguidores como para no mimar a los que se acercan a su perfil.
El nombre no le dice nada, huele a spam, lleno de cifras y letras muy random. No obstante, algo llama su atención en la publicación múltiple donde está etiquetada. La contempla y avanza en la secuencia de imágenes, todas bastante oscuras. En algunas se detiene y hace una pinza. El corazón se le acelera. Casi al final distingue el ojo de una cerradura. En la última, tomada sin ninguna duda a través de esa mirilla, hay un edredón y una mujer consultando su móvil.
Esa noche no puede dormir, aunque sabe que su puerta solo se abre con una tarjeta magnética.