Cosecha de Navidad
Relato distópico y verde
ANTUÁN
Antuán
Elara presionó la mascarilla contra su rostro. El aire parecía zumbar, pesado, cargado de ozono. Afuera, las luces parpadeaban sobre los conos verdes, árboles metálicos de hojas brillantes. Respiraban por todos. También vigilaban. Recordó las tardes en el jardín de su abuela. El sol filtrándose entre hojas de verdad. El olor a tierra húmeda y césped recién cortado. El roce de la corteza contra sus dedos. Pero eso había sido antes. Antes de que el cielo se cerrara. Antes de que la tierra se volviera ceniza.
La ciudad vivía bajo un cielo falso. Vidrio, acero, promesas de futuro recicladas. Lo conocía bien. Había ayudado a construirla. Su firma seguía grabada en los cimientos y en los proyectos que lideró. Pero eso fue antes. Antes de las preguntas. Antes de las mentiras.
Ahora vivía entre sombras. Reemplazaba filtros en los distritos bajos. Arreglaba válvulas oxidadas. Mantenía vivos los márgenes de la urbe mientras el centro brillaba. Las calles del anillo exterior estaban llenas de polvo y paredes agrietadas. En los suburbios la vida no era eficiente. Era lenta. Y estaba muriendo.
Elara entró en la bodega de Saúl. El anciano la esperaba. Sus manos temblaban sobre una caja de madera. Cuando la abrió, Elara sintió una sacudida en el pecho.
Era pequeña. Pálida. Viva. Una semilla.
—¿Es real? —susurró.
—Tan real como lo somos tú y yo —respondió Saúl. Voz áspera, como las raíces secas que habían dejado de existir.
Elara alargó la mano, pero se detuvo. Sabía lo que significaba tocarla. Traición. Muerte.
—Dicen que no funcionan.
—Eso dicen. —Saúl la miró. Tenía sangre en los ojos. Venas de desesperación, o de vejez, tal vez no había diferencia—. Pero así eran antes. Frágiles. Caóticas. Impredecibles. Por eso las destruyeron. ¡Por eso deben volver!
Elara tragó saliva. Pensó en los informes. Los sensores fallando, los niveles de oxígeno cayendo en picado, la gente enfermando… pero el Gobierno seguía diciendo lo mismo: «Los árboles están bien».
Mentían.
—Si me atrapan… —Se imaginó arrastrada por los guardias. Los juicios transmitidos en directo. Las miradas vacías desde las pantallas. Su rostro convertido en una advertencia.
—Si no lo hacemos, morimos igual.
Silencio. Elara tomó la caja. Su peso parecía doblarle los brazos.
—¿Cuándo?
—Ensayo de Nochebuena. Mientras todos cantan y miran al árbol central.
—¿Dónde?
—La plaza. La grieta. Ya sabes cuál.
Elara asintió. Lo sabía. Había diseñado el sistema de drenaje. Conocía cada defecto, cada debilidad… y cada fortaleza.
Salió de la bodega antes de cambiar de opinión. Caminó rápido. Las cámaras sonaban al girar para seguirla. La caja ardía en sus manos.
Cerca de la plaza, las luces eran más fuertes. La multitud se reunía para ensayar la ceremonia. Villancicos programados. Sonrisas impresas.
Clavó la mirada en el árbol central. Gigante. Metálico. Perfecto. Sintió náuseas. No era un árbol. Era una máquina. Y ella estaba a punto de desafiarla.
La caja latía en sus manos. O quizá era su corazón. Elara no estaba segura. Caminó entre sombras, contando los pasos. Los drones zumbaban en lo alto, círculos de luz que cortaban el aire de las calles como cuchillas sonoras.
Llegó a la compuerta. Pasó la mano por el panel. La cerradura parpadeó. Acceso denegado. Maldijo en voz baja. Conocía el sistema. Ella lo había creado. Aplicó una ligera palanca en una hendidura lateral del panel y su herramienta universal hizo el resto.
Dentro, el aire era más espeso. Olía a humedad, a óxido. Descendió las escaleras. Pasillos de cables, conductos que temblaban con el pulso de la ciudad. El corazón de la máquina. Y ella sabía que estaba fallando. También lo sabían ellos.
Las raíces de los conos verdes se conectaban aquí. Tan perfectas en la superficie. Tan podridas por debajo. Las luces de los nodos titilaban. Algunas estaban apagadas. Las advertencias brillaban en rojo.
«Caída de presión. Oxígeno al 78 %»
Elara tomó una foto. Datos que no debían existir. Pruebas de un colapso. Evidencias de que el aire estaba muriendo.
—¿Qué haces aquí?
La voz la dejó congelada. Se giró. Era Cassian, del Comité auditor de ingenieros. Ojos que escudriñaban demasiado.
—Reparaciones —mintió.
—Esa caja no parece un equipo de reparación —había suavizado el tono amenazador, ahora era de curiosidad tensa.
Elara sintió que apretaba la mandíbula. Cassian se acercó un paso hacia ella y susurró:
—No tienes idea de lo que haces.
—¿Y tú sí? —preguntó ella, que había notado la duda en su colega vigilante.
Cassian sacó un dispositivo. Proyectó un holograma. Datos del árbol central. Sus niveles de producción estaban cayendo.
—Me hicieron esconderlo —dijo con tristeza—. Pero ya lo había visto. Mi hija... está enferma. Respirar ya no es suficiente.
Elara apretó los labios. Lo confirmó en ese instante. No es un enemigo. Es un hombre roto. Como ella.
—Voy a plantar uno —susurró—. Uno real.
Cassian guardó el proyector de mano.
—Te matarán.
—Entonces ayúdame.
Cassian la miró. Su respiración era rápida. Las luces seguían parpadeando. Entonces asintió.
—No puedo, no sé si… —Visualizó a su hija tosiendo en la cama. Los informes alterados. Las órdenes de callar. Cerró los ojos. Cuando los abrió, ya había decidido.
—Te daré acceso a la plaza. Si fallas, no puedo protegerte.
—No me protejas. Protege esto. —Elara levantó la caja.
Cassian la guió hasta una puerta de servicio. Antes de abrirla, le tocó el brazo.
—Hay más como nosotros. Si sobrevives, te seguirán.
Elara no respondió. Cruzó la puerta y desapareció.
Detrás, Cassian se quedó mirando por enésima vez los datos. Sabía que no habría otra oportunidad. Sabía que estaban en las últimas. Activó una alarma lateral. No para detenerla, sino para desviar las cámaras.
Y rezó. Aunque no creía en nada.
La plaza vibraba. Las luces vibraban perfectas en el árbol central. Se reflejaban en el cristal de la cúpula como estrellas atrapadas. La multitud cantaba. Voces huecas. Felices por programación.
Elara se movía en la escasa sombra que había. La caja pesaba como plomo. Cassian había hecho su parte: acceso liberado, cámaras redirigidas. Pero los drones seguían allí, flotando como buitres.
Su pulso golpeaba en los oídos. Se movió. Lenta, medida, invisible.
La grieta estaba en el borde del anfiteatro, una línea oscura entre losas de mármol. La vio. Sintió que la sangre se le helaba. Un guardia.
Esperó. Contó. El hombre giró. Solo tres segundos para cruzar.
Uno.
Dos.
Tres.
Corrió. Se tumbó en el suelo, clavó los dedos en la grieta. Desprendió la tapa metálica. Dentro, la tierra. Gris. Polvorienta, pero húmeda. Viva.
Abrió la caja. La semilla brillaba. Suave. Frágil. La sacó y la colocó en la zanja que acababa de hacer con su herramienta.
—¡Alto!
El grito perforó el aire. El guardia apuntaba hacia su cabeza con un paralizador.
—¡No te muevas!
Elara levantó las manos. Su respiración era un puñal en la garganta.
—¡Es una bomba! —gritó alguien.
La multitud empezó a moverse. Pánico. El guardia titubeó y miró hacia la gente agitada.
Elara actuó. Terminó de enterrar la semilla. Empujó la tierra con el pie para taparla.
Una ráfaga encontró su hombro. Cayó y se revolvió hasta quedar inmóvil. No soltó la caja.
—¡Procesadla! —gritó el uniformado hacia arriba.
Los drones descendieron. Puntos rojos sobre el cuerpo de Elara.
Pero algo cambió. La gente se acercó. Nadie huyó. Miraron la grieta.
—No es una bomba —confirmó alguien.
—Es una planta —dijo otra persona.
El guardia dudó. No quiso tocar nada.
La multitud creció. Empujó. Protegió la tierra removida y recién pisada.
De reojo, Elara vio el suelo moverse. Una raíz. Apenas un hilo, pero allí estaba. Aferrándose a la tierra muerta. Imposible. ¿Tan fértil es esta tierra y no podemos usarla?
Se la llevaron. No resistió. Sabía lo que venía. Cárcel. Juicio. Posible ejecución.
Mientras la elevaban los drones, colgada mediante eslingas y un arnés de cuerpo entero, escuchó algo más fuerte que las sirenas. Un clamor:
—¡Libertad!
—¡Viva el árbol libre!
—¡Queremos más!
La multitud rugía. No había miedo.
Elara sonrió. Sangre en los dientes. La semilla había germinado con una rapidez inaudita.
La primavera siguiente, desde la celda, Elara vio las transmisiones. Dijeron que el árbol se había podrido antes de crecer más. Que todo estaba bajo control. Pero las imágenes de los dispositivos clandestinos de otros reclusos mostraban otra cosa. Tropas rodeando la plaza. Manifestantes dispersados con gas y drones. Gritos. Manos levantadas. Y luego, un plano furtivo. Una raíz rompiendo el mármol del suelo. Una chispa verde. Y luego, más grietas. Más semillas. Más árboles.
Elara cerró los ojos. Respiró. El aire sabía diferente, incluso en su celda.