Paseo en cuarentena

Relato histórico-sanitario

Antuán

Sí, ya salgo. Por fin, nos autorizan a utilizar la calle, después de casi seis semanas sin pisarla, por razones sanitarias. Se antoja una actividad muy emocionante, emprender algo que antes era normal, como abrir la puerta, sentir la luz directa del sol sobre los ojos. Vaya, la gorra, vuelvo a entrar y también tomo las gafas de sol, que parecen necesarias, en esta primera exposición. Abro la puerta y atravieso los pocos metros que hay hasta la verja del jardín. Algo de publicidad asoma por las rendijas del buzón. La sacaré luego, ahora no hay prisa, y no quiero que nada me distraiga de este momento.

Las piernas transmiten un hormigueo extraño, como deseosas de pisar un territorio añorado desde hace mes y medio. Más de cuarenta días de paseos interminables entre la cocina y el dormitorio, pasando por el salón, o bajando a la bodega para dar cuenta de algún vino que telecompartiremos con la familia, o para buscar una herramienta y reparar, ¡por fin! ese enchufe que llevaba años fallando. Nos ha llegado uno de repuesto desde una famosa tienda en línea, ya no hay que echar la tarde en la tienda para comprarlo.

A pocos metros de la verja de salida de mi casa, se amontonan —es peligroso, advierten las autoridades— otros vecinos de la urbanización, que también quieren salir a usar el deseado espacio que rodea nuestros dominios.

Saludo a unos y a otros, sin acercarme, usando las breves y manidas fórmulas de esta situación. Menos mal, parece que hay pocas bajas cercanas, casi siempre, los mayores, puñetero virus. Sigo caminando, sin rumbo fijo. Me uno a la marea de personas distanciadas que, como semimuertos vivientes, o muertos semivivientes desplazan un pie después del otro, con la mirada perdida, y el único propósito de traspasar las fronteras de lo cotidiano, sin esperar que por el camino vayan a encontrar dragones, mares inexplorados o doncellas en apuros.

Parece que alguien se disgusta y lo expresa en voz más alta. Es fácil escucharlo, porque casi nadie levanta la voz. Al parecer, un ciclista —también autorizado a salir al exterior— ha invadido la zona peatonal y, con ello, ha usurpado parte del radio de distanciamiento social al que tenía derecho la persona que ha gritado. Veo cómo el deportista regresa a su carril habitual y la situación no va a mayores.

Casi nadie levanta la voz, y lo entiendo, pues yo mismo tengo pocas ganas de hablar. No quiero distraer ninguno de mis sentidos durante estas pocas horas que tengo para inhalar, aunque sea a través de la mascarilla —o furtivamente, dejando bajar un poco la parte de la nariz—, el aire fresco y limpio del parque al que mis pasos me han llevado.

Mi contador de esos pasos me indica que ya he alcanzado cerca de dos mil. En otras circunstancias, esto sería equivalente a ir y volver de mi habitación al salón unas cuarenta veces. Acabo de conseguirlo sin darme apenas cuenta, de lo distraído que me está siendo avanzar descubriendo árboles y jardines que han ganado un significado mucho más relevante del que tenían antes de la pandemia. Hasta el tiempo cronológico se hace más ágil: el mismo reloj inteligente no tarda en comunicarme que estoy a punto de agotar la mitad del intervalo de paseo autorizado para mi edad. Como queriendo hacerme trampas al solitario, me propongo dar una vuelta más a la glorieta que remata el parque, para ampliar un poco más el recorrido. La doy, y comienzo a desandar el trayecto de regreso a casa.

Los mismos árboles de antes tienen ahora un aspecto diferente. La luz ha decaído y la sombra que empiezan a proyectar sobre sí mismos los transforma despacio en altísimos vigilantes del territorio. Tendrán que permanecer alerta, sin moverse, hasta el día siguiente a la misma hora. Entonces, retomarán su aspecto más amable. Servirán un aire recién purificado a los que volvamos a atrevernos a salir al patio de esta inesperada cárcel en la que nos ha confinado un enemigo tan invisible como implacable.

Cuando terminemos la condena, nada será igual, aunque se empeñen. Tendremos que poner a cero los relojes y los calendarios, y aprestarnos a vivir durante muchos años en la neonormalidad, hasta que solo quede su triste recuerdo en los libros de la historia mundial.

(Relato escrito en plena pandemia, tras la apertura de las medidas de confinamiento, en los meses de abril y mayo de 2020 )