Cuéntamelo todo

Ya me lo mostrarás en otro momento

8/11/2024

Estás frente a la pantalla, o la libreta, todo listo para comenzar a desarrollar esa idea brillante que te quema los dedos. Hoy lo vas a petar. Te va a salir humo de las uñas. Has imaginado a ese personaje fascinante y entre sueños has urdido una trama que podría hacer llorar a Marcel Proust.

De repente, un extraño hormigueo te retiene, a pocos milímetros de las teclas, como si te fuera a dar un calambre si las tocas. Es un mantra que te paraliza. Una voz retumba en tu interior. Es ese consejo que has escuchado decenas, tal vez cientos de veces: «No lo cuentes, muéstralo». Entonces, como una pompa de jabón, tu gran idea, ese gran argumento ha explotado, se ha volatilizado, porque no puedes ponerte a contarlo todo así, sin más. Debes buscar la manera de entretener a tus lectores. Hay que dejar que imaginen. Años de talleres y seminarios han terminado convenciéndote que es mejor escribir «su sangre se congeló ante lo que tenía delante», que «sentía un miedo atroz».

Sin embargo, en un instante de determinación, piensas que nada te va a impedir continuar con tu idea. Recoges con paciencia las gotas de esa pompa que han quedado esparcidas por la mesa, la pantalla y el teclado, y rearmas el embrión de tu relato porque aún está caliente en tu cabeza. De un manotazo mental te sacudes todas las enseñanzas de los veteranos y se te ocurre algo muy loco. Apoyada tu barbilla sobre las dos manos, te quedas mirando a la pantalla vacía, pero no la ves. Estás mirando más allá, o más acá, porque te estás concentrando en tu cerebro. Te haces preguntas, como «¿y si hiciera justo lo contrario de lo que se espera de un buen narrador?», «¿si, en lugar de mostrar, lo contase todo?», o «¿qué pasaría si me salto el precepto, aunque solo sea para innovar?».

En ese momento es cuando te atreves a desafiar una de las reglas más repetidas de la escritura creativa, y te sientes genial. Nada te va a parar. Te pones a escribir, y llega tu primera prueba. Tu personaje está triste, y optas por no reflejar cómo se encogen sus hombros, cómo una lágrima pugna por deslizarse desganada por su mejilla, o cómo unos ojos vidriosos tratan de fijar la vista en la fotografía que tienen delante. Decides poner: «Estaba muy triste, mucho, con una tristeza de las que te envuelven, como cuando te atan una roca a los pies y te empujan hasta el fondo de un pozo interminable». ¡Ya está!, dicho y hecho. La economía de la atención de las nuevas generaciones adictas a la pantalla será tu cómplice, y tu audiencia va a entender enseguida lo que pasa. Sin dudas, sin interpretaciones, sin distracciones. Pueden pasar página con la certeza de que todo está claro. ¡Fuera post-it para marcar la ubicación de frases gloriosas, metáforas insuperables, intertextos, hipérboles memorables! Las cosas como son, bien contadas y sin florituras, que no están los tiempos para rodeos.

Si existiera un mundo literario donde todos escribieran así, tendríamos algunos autores famosos, como Dostoyevski, que, en lugar de la vertiginosa inmersión en la psique de Raskolnikov en Crimen y Castigo, donde el lector chapotea por páginas y páginas entre la culpa y la paranoia de las acciones, los pensamientos oscuros y los gestos del personaje, tendríamos algo mucho más directo, como —y perdón por la osadía, esto es solo un divertimento nada académico, como sabes— «Raskolnikov se sentía culpable. Estaba seguro de que lo atraparían y no podía soportar la presión». Listo, asunto resuelto. No hay necesidad de sumergirte en la mente atormentada del protagonista. Dostoyevski te lo habría contado todo en unas pocas palabras, y las casi ochocientas páginas de su libro no tendrían que imprimirse en el papel biblia que usaban para las colecciones de los grandes autores rusos. Una novela corta habría bastado.

Ahora piensa en esas interminables descripciones que parecen abarrotar las páginas de los clásicos. ¿Por qué perder tiempo describiendo la belleza de los campos ingleses en Cumbres Borrascosas cuando Emily Brontë podría haber escrito simplemente: «El lugar era hermoso, pero también desolado. Como si la naturaleza misma estuviera enfadada con el mundo». Es todo, en una frase tienes lo esencial. Ya no necesitas imaginar el viento soplando a través de los páramos o los cielos amenazantes; te lo han contado, y eso es todo lo que debes saber para seguir pasando páginas. Tienes mucha lectura pendiente y no te da la vida.

Hay otros momentos que acumulan una gran tensión emocional. Un tal F. Scott Fitzgerald —¿te suena?— aplica grandes dosis de sutileza en El Gran Gatsby. Mucho misterio en torno al protagonista. Pequeñas pistas dejadas aquí y allá para que puedas descubrir por ti mismo quién es realmente. Olvídalo. En Cuéntalotodolandia, tu nueva nación, Fitzgerald podría haber escrito algo como: «Gatsby era un hombre rico, con un pasado turbio, obsesionado con Daisy. Hacía todo por ella, aunque sabía que era un amor imposible». Ciao, misterio. Bye, sutileza. Al menos no tienes que romperte la cabeza tratando de entender lo que realmente está pasando.

¿Pero qué hacemos con las emociones complejas? En lugar de crear situaciones que evoquen sentimientos, podrías simplemente decirle al lector lo que debe sentir. ¿Quieres que sienta alegría?, teclea «Juan estaba feliz, muy feliz. Sabía que esto mejoraría su vida de una forma radical». Fácil, directo, sin complicaciones. Ya no hay que preocuparse por crear una atmósfera; basta con contarla. La ventaja de todo esto es que el lector no tiene que hacer nada. No tiene que interpretar, no tiene que imaginar, no tiene que unir los puntos. Todo está ahí, en bandeja. Y tú, como escritor, te ahorras una tonelada de trabajo. No necesitas preocuparte por ser poético o metafórico; te basta con decir lo que sucede, y listo.

Cualquier descripción de una persona, un entorno, una sensación, si tiene que cumplir con los cánones que estás a punto de descartar, te supone el trabajazo de plantearte la pregunta general «¿cómo quiero que sea?». En cuanto te hubieras respondido a esa pregunta, tendrías que olvidarte de la primera respuesta simple —la que sí te valdría para tu nuevo método—, y transformarla en algo más sofisticado, original, a base de combinar olores, matices, sutilezas, movimientos… ¡qué pereza! Total, para mostrar algo que cada cual terminaría viendo o imaginando diferente a cómo lo hará otra persona de su mismo club de lectura. Así llegan luego los sesudos ensayos en los que se debate a qué se refería Borges con su Alef, o Cortázar con los agobiantes conejitos vomitadores del pisito de París. Si no quieres que te analicen, déjalo todo claro, negro sobre blanco, «lo bu, si bre, dos ve bu», decía un viejo maestro de mi escuela de primaria.

Ahora viene la mala noticia. Imagina una escena de amor en una gran obra literaria, como Romeo y Julieta. Si, en lugar de mostrar emociones desgarradoras, miradas desesperadas y los intercambios de frases apasionadas entre los dos amantes, Shakespeare hubiera escrito el siguiente elevator pitch: «Romeo amaba a Julieta, y ella lo amaba también. Pero sus familias se odiaban, así que decidieron morir juntos». Uff… fácil, ¿no? Pero, ¿tendría el mismo impacto emocional? ¿latirían los corazones de los lectores con la misma fuerza? Seguro que no. Vaya, esto empieza a flaquear.

Podemos tomar 1984 de George Orwell. Si, en lugar de mostrarnos el horror del régimen totalitario a través de los ojos del protagonista, Orwell va y nos suelta: «Winston vivía en un mundo donde el gobierno controlaba todo. No tenía ninguna libertad y se sentía encarcelado. Eso lo hacía profundamente infeliz». Sí, entendemos lo que sucede, pero realmente no sentimos la opresión, la claustrofobia, ese miedo omnipresente que hace que 1984 sea una obra de impacto mundial, ejemplo de distopía imborrable de la mente de muchas generaciones.

Al contar todo, arrebatamos al lector la experiencia del descubrimiento. Es como explicar un truco de magia en el mismo momento en que se realiza. El lector no tiene la oportunidad de sentir, de adivinar, de dejarse sorprender. Todo está dado, todo está masticado. ¿Y dónde está el placer en todo eso?

Como ya te has podido imaginar, toda esta reflexión no es más que una broma. Espero que no te hayas alejado demasiado del redil, y convengas conmigo en reconocer que la fuerza de una buena narración reside precisamente en lo que no se dice (¿te suena la teoría del iceberg de Hemingway?, ¡con razón algunos llegan a clásicos!). La potencia narrativa está en lo que se deja a la imaginación del lector, en lo que se sugiere en lugar de destriparlo con pelos y señales.

«No lo cuentes, muéstralo» es mucho más que una simple técnica; es una forma de invitar a las personas que te leen a convertirse en coautoras de tu historia, a dejar que rellenen los espacios vacíos con sus propias emociones, sus propias experiencias, su mente.

Espero que hayas captado pronto la ironía. La próxima vez que te sientes a escribir, recuerda que mostrar es darle a tu historia la oportunidad de respirar, de vivir, de crecer en la imaginación de quienes la leerán. Porque, en el fondo, lo que buscas es un poco de magia, que no está en lo que se cuenta, sino en lo que se sugiere.