La torre delirante

Un relato surrealista

Antuán

2/4/2024

statue of liberty new york city
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Sin saber hacia dónde mirar, Nadja trataba de escuchar lo que decía su amigo, pero su atención se dividía entre lo que de él llegaba a sus oídos y la llamativa transformación que se estaba produciendo a su alrededor. La «torre del miedo», como llamaba a una casa abandonada que frecuentaba de niña, se sumía esa tarde en una metamorfosis desconcertante. Ese lugar, antaño refugio seguro y agradable a pesar del sobrenombre, ahora se redibujaba ante sus ojos, como si las leyes de lo tangible hubieran decidido dejar de estar vigentes.

             Los muros sólidos de la mansión levitaban ahora con la ligereza del papel de seda, suspendidas en el aire en una fantasmal danza de mariposas. No se podía decir si ascendían o caían, pues los segundos se habían congelado e impedían cualquier referencia. En la misma sala, puertas y cristales desaparecían, para dejar que el cambio fluyera sin obstáculos. Nada se interponía a este fenómeno al que Nadja asistía estupefacta. Incluso las otras mariposas, las de su estómago, esas que sentía por su amor loco, las que siempre servían a los cursis como metáfora cansina de los amores, querían participar en el baile, y revoloteaban en círculos erráticos alrededor de ella.

           El suelo también perdía consistencia, y se tornaba en una superficie viscosa de color azulado. Ella hacía equilibrios sobre el lecho pegajoso; a cada paso, sus pies chapoteaban pringosos sobre lentas corrientes de óleo monocolor, recién desbordadas de un lienzo que antes contenía un bello paisaje marino. Las pinceladas de la existencia se habían mezclado en una paleta caótica. Al poco tiempo, el azul se combinaba con los esenciales amarillo y rojo de otras obras y se organizaba un vals cromático inacabable.

          Estaba atrapada en un escenario donde la física y la lógica jugaban al escondite. Las frases de su compañero tenían la textura del eco de una voz emitida desde un mundo quizás más coherente. Se sentía paralizada en el umbral entre dos estados, uno donde la reflexión se retorcía como un sueño agitado y otro en el que aún podía entrever fragmentos de su comprensión anterior del mundo.

           A medida que avanzaba, todo era pintado y repintado, escrito y reescrito de inmediato, como si un artista caprichoso experimentara con los matices de la existencia, o como si un escritor inseguro ensayara una y otra vez un final destinado a ser el primer capítulo de su gran novela. Los recuerdos que persistían en su memoria comenzaron a manifestarse de maneras asombrosas. Las sillas eran ahora elefantes espaciales con las patas delanteras elevadas a modo de arco de bienvenida. Aturdida pero cada vez más curiosa, alargó una mano para tocar sin éxito uno de estos paquidermos de tono dorado y textura que parecía mármol.

           «¿Qué está pasando?» acertó a pronunciar Nadja. En vez de palabras, lo que emergió de su boca fue una abeja vibrante, que se elevó en el aire emitiendo un zumbido mágico. El insecto alado, en lugar de desorientarse en medio de este caos, parecía estar en su hogar, y orbitaba por el peculiar universo que se tejía a su alrededor. Con una elegancia que solo podría encontrarse en los sueños, se posó sobre una granada que apareció de la nada, suspendida en el aire como una joya tentadora. Nadja observaba en silencio mientras ambas, abeja y granada, sin más preámbulos, iniciaban una conversación filosófica enigmática sobre la naturaleza del tiempo y la realidad. Las palabras entre ellas eran un flujo irregular pero continuado de significados intrascendentes.

        La decoración disparatada convertía la habitación en un original templo de la palabra, pues el coloquio venía trufado de metáforas e imágenes desafiantes para cualquier comprensión humana. La idea del tiempo cronológico era para las interlocutoras una ilusión danzante, un caudal de posibilidades entrelazadas que se manifestaba de manera única para cada observador, sin importar la curvatura del reloj fláccido que lo midiese. La irrealidad, coincidían, era un paño formado por hilos de sueños y deseos, donde cada pensamiento alteraba la textura del conjunto.

       Nadja, sin entender cómo había llegado a ser testigo de este singular diálogo, tampoco comprendía por qué esas palabras se fundían luego en el aire y adoptaban colores y formas que resultaban a veces molestos para la vista. El sentido de lo absurdo y lo sublime se entrelazaban en ese intercambio de puntos de vista entre un insecto y una fruta, y se sentía como si hubiera cruzado la frontera hacia un reino de incomprensión más allá de cualquier debate.

       El amigo de Nadja, visible de repente, pero cuya cabeza tenía ahora colmillos y grandes orejas, le susurró: «Nadja, este lugar solo es un reflejo de tus sueños y miedos más profundos. Tu imaginación ha dado vida a este mundo donde las transformaciones y las paradojas son la norma. ¿Estás lista para afrontar la traición de las imágenes y descubrir la verdad que se oculta detrás de todo esto?».

       Nadja, que ahora era una pipa, sin serlo, asintió con una bocanada de humo, y se preparó para adentrarse aún más en este recorrido, donde lo real se entrelazaba con la fantasía como en un caleidoscopio cíclico… hasta que sucedió lo inesperado.

          Un error de programación en el casco de realidad virtual había borrado de golpe el entorno y lo había convertido en una maraña de interferencias irreconocibles para la vista desnuda. La tecnología de realidad virtual aún no tenía bien definidos los parámetros para emular la surrealidad virtual.

        Nadja se quitó enseguida el artilugio y afrontó el mundo verdadero sin más transición que una ceguera momentánea para aclimatar los ojos y un disgusto del que le costaría algún tiempo reponerse.