La discípula de Wilde

Relato pictórico

COLABORACIÓN

Laura Guillamón Rubio

Se mira al espejo, directamente a los ojos. Con la iluminación que ha puesto detrás, sus ojos parecen más glaucos, pero no acaba de encontrar el tono justo. Vuelve a agarrar la paleta de los verdes y añade un poco más de blanco a una de las mezclas. Maldice y añade negro. Otra mirada al espejo le ha bastado para observar que el tono que muestran sus ojos tiene la turbidez de las cataratas que lleva sufriendo desde hace años.

En una esquina superior del espejo hay una fotografía polaroid pegada con blue-tack. Es un primer plano de su rostro a los veinte. Los ojos más oscuros reflejan sin embargo la viveza e incluso la inconsciencia de aquellos días, cuando se sentía inmortal. Recuerda con nostalgia lo mucho que bebía, los porros, la cocaína, andar en precario equilibrio por la barandilla de un puente, tener sexo loco con unos y otras y reír. Sobre todo, reír. Es lo que quiere volver a hacer. Reír como si no hubiera un mañana de risa, de esa que te provoca dolor de tripa, la que produce agujetas al día siguiente. Y no ese dolor.

Un dolor que la devuelve al presente a golpe de latigazo de ciática.

Sus manos, deformes por la artritis, se apoyan en los lumbares, y se levanta quejosa para alejarse del caballete y contemplar el retrato desde otra perspectiva. Se siente satisfecha con el resultado: la joven del retrato la mira con ferocidad y alegría, sus ojos verdes enmarcados por esa cabellera roja que encandiló a unos y a otras.

Decide entonces dejar de retocar el cuadro. Es una tarea infinita, y cree que ya no tiene más tiempo. La vida se le escurre minuto a minuto mientras intenta construir otra a fuerza de pinceladas cada vez más ansiosas.

Mañana cumple cien años, y quiere que sea el día que volverá a nacer. Siempre le gustaron los círculos cerrados y la simetría de algunos números. Sale del taller lentamente, con pasos cuidadosos, y cierra con llave. Después se dirige al dormitorio de su nieta Sybil. Su nieta querida, que es idéntica a ella hasta en la forma de dejarse llevar por las locuras de juventud.

Llama a la puerta con suavidad y entra con una sonrisa impuesta. Se oye la voz de Sybil diciendo: «¡Abuela, ya tienes puesto el camisón! ¿Te vas a acostar ya?

Diez minutos después, sale de la habitación limpiándose de la comisura del labio una minúscula gota oscura, y se aleja renqueante por el pasillo. La larga trenza blanca que luce se desliza de un lado a otro mientras camina, y no puede evitar suspirar por el dolor que siente en todas y cada una de las partes de su cuerpo. Ahora este se ha trasladado también a su mente. Pero tenía que hacerlo. Eso se repite una y otra vez a sí misma para no caer en la culpa.

A la mañana siguiente despierta y se levanta de un salto, como si la hubieran arrancado de una pesadilla.

Lo primero que mira son sus manos, y se recrea en ellas, acariciándose una con la otra.

Luego afina el oído mientras se levanta de la cama, pero no oye los consabidos crujidos de rodillas. Y se dirige al tocador, donde comienza a cepillar su larga cabellera pelirroja antes de anudarla en una trenza.

«El pasado es una lección que hay que aprender».

(El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde)