Edy Queen
Un relato con complejo
ANTUÁN
Antuán


Edy Queen, presidenta de Thebas Inc., tenía que desactivar el brutal ciberataque que amenazaba con hundir la corporación. Había encomendado la tarea a Creon Tee, jefe de seguridad y hermano de su esposo, para que identificara el origen del problema y propusiera una estrategia inmediata. Si fracasaban, los accionistas exigirían cabezas. No podía permitir que una ciberinfección destruyera los avances de una década al mando de la empresa.
Años atrás, Edy consiguió un puesto de alta responsabilidad tras descifrar un intrincado desafío lanzado por los tecnopiratas de Sphinx. Su talento le valió la confianza del consejo de administración, que la ascendió sin dudarlo tras la trágica muerte de Laya, la anterior presidenta. Desde entonces, Joe Kastan, viudo, había vivido en un letargo del que solo despertó al encontrar en Edy una fiel compañera. La edad no fue inconveniente para casarse y criar cuatro hijos. Sin embargo, la sombra de Laya siempre flotaba sobre su relación, un recuerdo que nunca se desvanecía del todo.
—¡Jefa, tenemos noticias! —irrumpió Creon en su despacho, acompañado de Tireson Threads, el legendario experto en cifrado y estrategia—. El algoritmo ha encontrado una solución: para detener el ataque, debemos descubrir y neutralizar a quien mató a Laya.
Edy leyó los puntos del plan en su pantalla y adoptó una mirada de escepticismo. Lo que allí se proponía era absurdo. Aun así, requirió el consejo de Tireson, apodado el «adivino ciego» por su asombrosa intuición, intacta pese a la ceguera adquirida tras años de exposición a la luz azul de las pantallas.
—Querida Edy —dijo Tireson con voz pausada—, temo que la clave está más cerca de ti de lo que imaginas. El algoritmo apunta a alguien con acceso privilegiado a todos los archivos.
Edy sintió que un frío helado recorría su columna. Algo dentro de ella le gritaba que no debía seguir indagando, pero su mente lógica se imponía. La sospecha la hizo hervir.
—¿Qué insinúas? ¡No me jodas con teorías de conspiración! —casi gritó—. Esto es un sabotaje. Resolvedlo ya o más vale que desaparezcáis de mi vista.
Edy nunca había perdido el control de esa manera. Se quedó de pie en medio del despacho, respirando agitadamente. A solas, se sumergió en la investigación por su cuenta. Escribió: «¿Cómo murió Laya, expresidenta de Thebas Inc.?»
El servidor le ofreció un vídeo en alta definición. La grabación, de cámaras policiales secretas, mostraba el impacto brutal de un vehículo contra el de Laya. Edy sintió un escalofrío al ver a la conductora ebria del coche descapotable que la había embestido. La imagen era borrosa, pero la silueta… algo en ella le resultaba inquietante. Un cartel con la leyenda «Autoría: desconocida» cerraba el documento gráfico.
Con el corazón acelerado, formuló una nueva búsqueda:
—¿Qué pasó después en Thebas Inc.?
Un avatar impersonal narró los eventos posteriores: el ataque de Sphinx, la crisis de liderazgo y el ascenso meteórico de Edy. Todo lo recordaba bien. Lo que la inquietaba era otro pensamiento, una memoria enterrada. Había huido de Corintel, la empresa familiar, tras oír rumores oscuros sobre su destino. ¿Por qué? ¿Qué era lo que temía?
Lanzó una última pregunta:
—¿Quiénes son mis padres?
El sistema no tenía una respuesta directa. En su lugar, citó una predicción genética registrada en su ficha de nacimiento:
«Predisposición al matricidio y gerontofilia.»
Edy sintió un vértigo insoportable. Eso era imposible. Un bebé con ese diagnóstico habría sido eliminado de la faz de la tierra. La solución estándar en la fecha del archivo era el exterminio terapéutico. Cerró los ojos. No fui eliminada.
En ese momento, Joe irrumpió en la oficina. Con un gesto brusco, Edy apagó la pantalla.
—¿Hay algún avance, querida? Los accionistas me están presionando.
—Oye… —su voz sonaba distinta—. ¿Tú crees en la predestinación genética? ¿Son infalibles esos diagnósticos que se les hacen a los recién nacidos?
Joe la miró con extrañeza. No era una pregunta habitual.
—A estas alturas nadie lo duda… aunque yo no me fiaría —respondió él, desconcertado por la cuestión, que no tenía nada que ver con el ataque informático que los tenía preocupados.
—Y… tú y Laya… ¿tuvisteis hijos?
Joe vaciló. Su expresión se endureció, y durante un instante pareció más viejo.
—Sí —dijo al fin, con voz apenas audible—. Una hija. Pero… tuvimos que sacrificarla.
Edy sintió que el mundo se quebraba bajo sus pies. No la sacrificaron. El algoritmo no se equivocaba. Todo encajaba.
Joe salió del despacho y ella quedó paralizada en su silla. Su mente era un torbellino de pensamientos, cada uno más aterrador que el anterior. Una hora después, una alerta estridente iluminó la pantalla. Antes de abrirla, un asistente irrumpió en la oficina.
—¡Señora Queen! Su marido está encerrado en su despacho y no responde. Debe venir de inmediato.
Edy corrió. Abrió la puerta con su clave. Allí estaba Joe, inmóvil en su sillón. En su pantalla, aún se reflejaban los resultados de la investigación: nombres, fechas, coincidencias de ADN que no dejaban dudas. Joe había atado los cabos por sí mismo. Había leído cada línea de la información hasta que el peso de la verdad lo había doblegado. Sus manos aún temblaban sobre el reposabrazos, los dedos ligeramente curvados como si intentaran asirse a algo tangible. Su rostro, descompuesto por la incredulidad, había quedado paralizado en una mueca de horror.
Edy se quedó allí, sintiendo cómo todo se derrumbaba a su alrededor. Desesperada, tomó un puntero láser y lo dirigió a sus ojos hasta quemarlos. Era la única forma de no ver más aquella verdad abominable.
Las predicciones del diagnóstico natal se cumplieron sin excepción: había matado a su madre y se había casado y tenido hijos con su padre. Ciega y destrozada, renunció a su cargo y desapareció para siempre de Thebas Inc.