El hielo

Relato negro

Antuán

3/7/2024

Calvin Friser seguía sentado en la silla principal de aquel espacioso despacho, iluminado por una lamparita de escritorio que apenas dejaba ver el entorno. Sostenía su vaso de whisky con la mano derecha, a la altura de sus ojos. Sus pensamientos se centraban con espanto en explicarse la extraña transformación que creía ver en el hielo al mezclarse poco a poco con el licor ambarino. Desde su perspectiva, veía cómo el par de cubitos, tras fundirse entre sí, comenzaban a adoptar una inquietante forma de cráneo, con oquedades muy parecidas a los huecos de una nariz, unos ojos y una boca. No podía apartar la mirada de esta sugestión macabra de su mente, sin ninguna duda influida por la situación que acababa de vivir.

            La atmósfera del lugar combinaba dosis paradójicas de ansiedad y liberación. Se sentía atrapado en esa pesadilla visual de su invención y creía que la figura que se derretía quedaría grabada en su memoria como la manifestación efímera de un remordimiento inesperado tras el crimen que había cometido ya demasiados minutos antes. Después de hacerlo, se había servido una copa del mejor licor que había en el bar de su víctima, pero el aroma a barrica que le evocaba otras ocasiones compartidas más triunfales se tornaba en el olor amargo de la culpabilidad.

       Ninguna de estas reflexiones podía impedir que su ahora antiguo socio, Logan Ice, siguiera desangrándose inerme sobre la moqueta, a pocos centímetros de él.

            La trayectoria vital y profesional que habían compartido se había truncado en cuanto se apagó el eco de ese único disparo, y ahora la cabeza del socio principal yacía ladeada en el suelo, formando un sombrío mosaico de sesos y sangre, aderezado con la furia y los deseos de venganza satisfechos de Calvin, aunque estos últimos no dejarían pruebas incriminatorias en el escenario de ese crimen.

          En ese alejamiento pasajero de la realidad, aferrado a su vaso, intentaba convencerse de que su nombre jamás sería relacionado con el asesinato que acababa de tener lugar en esa apartada finca en las afueras de Portland. Su plan se había ejecutado a la perfección, hasta entonces.

          Había llegado en una bicicleta, con el rostro oculto bajo un casco, gafas oscuras y un cubrecuello que velaban su identidad. Aquel día, y también el anterior, había explorado con discreción los alrededores con el mismo vehículo sin matrícula. Todo ello, antes de orientar sus pedaladas finales hacia la finca, de acuerdo con el esquema criminal que venía trazando en su cabeza desde hacía algún tiempo.

        Durante la que sería la última tarde de Ice, Friser había vigilado la mansión, al abrigo de unos arbustos que rodeaban la propiedad. Esperó paciente a que todos los miembros de la familia salieran por la puerta principal, donde el chófer los recogería en un llamativo SUV de color azul que los conduciría al aeropuerto. Como sabía, Logan permanecería en la casa aún uno o dos días más. El cabeza de familia se uniría al resto del clan en cuanto solucionase unos asuntos que tenía pendientes en su club de campo. El asesino en ciernes desmontó su puesto de observación cuando confirmó que la situación de la casa estaba despejada para su propósito y se alejó de la parcela para tomar el estrecho sendero que llevaba hasta la parte posterior del edificio, opuesta al aparcamiento y la puerta principal.

       Calvin supo de este retraso dos semanas antes. Llegó a sospechar incluso que Logan tenía algún motivo menos confesable para no desplazarse junto con su mujer y sus hijos, pero lo descartó enseguida. La agitada vida del alto ejecutivo no daba tregua, y seguro que solo quería disfrutar de un paréntesis de relajación en solitario, o jugando al golf, después de los estresantes meses que habían culminado con la absorción de su principal competidora.

          Ese desfase era perfecto para desencadenar las etapas de la brutal iniciativa de Calvin. Las charlas con su socio, breves pero abundantes, se mantenían desde un teléfono blindado, imposible de rastrear o espiar, que usaban los altos directivos de la empresa. Además de llamadas, los dos ejecutivos se habían cruzado mensajes de correo electrónico y de WhatsApp, fotos incluidas. Calvin urdió una sólida trama de coartadas, que demostrarían que ese día estaba en Denver, a unos mil quinientos kilómetros de distancia, en el interior del país, gestionando otras operaciones. Había reservado una semana en una habitación del céntrico hotel Crawford de esa ciudad, donde pernoctaría la primera de las tres noches que tenía calculado que tardaría en regresar, tras finalizar su acción. Tomó varias fotos y selfies por las calles, platos en restaurantes, algún monumento, que luego dosificaría para reforzar su historia. En su esquema original, mucho antes de que descubrieran el cuerpo de Logan, como mínimo dos días después, Calvin ya estaría de regreso en Colorado, dejándose ver y reforzando su coartada. En la empresa nadie se extrañaría por no localizar al gran jefe en su merecida escapada. En alguna de las conversaciones, Calvin había confesado a Logan su «envidia sana» por las vacaciones que iba a disfrutar en Hawai con su familia, y reconocía que era ideal distanciarse de todo tras la adquisición de la gigantesca biotecnológica, GenTik, Inc.

            Logan no percibía que en el timbre de voz de su socio había algo que desentonaba con sus palabras, una tensión latente que traicionaba su contundencia habitual. La fachada que Calvin había construido era meticulosa, pero en el fondo de su mente, la impaciencia y el peso de lo que estaba a punto de consumar comenzaban a erosionar de manera casi imperceptible su acostumbrada frialdad.

          Por fin, el reloj y el calendario marcaron el momento crucial del día definitivo. Calvin, buen conocedor de cada rincón de una casa que había visitado muchas veces, se deslizó por una portezuela exterior que conducía al sótano. Era un acceso semisecreto que solo él y Logan conocían.

           Calvin estaba a pocos minutos de liberarse del lastre que había entorpecido su ascenso en la empresa. Su socio Logan Ice siempre fue un rival muy correoso que se había interpuesto en su camino desde los días de la facultad. Bajo la máscara de la cordialidad y la cooperación, había sabido llevarse siempre los laureles de la victoria en las decisiones que había tomado, sabiamente asesorado por su mano derecha, Friser, que ahora estaba a escasos metros y un disparo de hacer realidad su sueño de apoderarse de toda la compañía.

             El plan era impecable por su simplicidad. Iría al despacho del directivo y allí lo esperaría, oculto en la penumbra de la estancia que conocía como la palma de su mano. Cuando el empresario acudiese a su ordenador en busca de un dato que Calvin le requería, se acercaría a él, apoyaría el arma en su sien derecha y le dispararía sin más preámbulos. Para mayor verosimilitud, usaría el revólver personal grabado con las iniciales L.I. que Calvin le regaló cuando ganó su primer millón de dólares. Por último, lo acomodaría en la mano derecha del cadáver y se retiraría por donde había venido, sin dejar rastro, de regreso a Denver.

             Un detalle desconcertó a Calvin, cuando el dueño de la casa entró en el despacho, desnudo y con una máscara de carnaval muy recargada que se retiró de los ojos mientras encendía su ordenador para proporcionarle la información que le había pedido.

            El resto se desarrolló casi como lo tenía previsto; casi, porque el estruendo del disparo se le antojó excesivo a esas horas de la noche, a pesar del aislamiento de la finca.

          En cuanto hubo terminado, Calvin, ahora asesino novel, se permitió la licencia de alterar ligeramente el guion. Le apetecía sellar el inicio de su prometedor futuro como solían hacerlo cuando ambos estaban vivos. Abrió el bar y se sirvió un whisky con hielos. Tomó el vaso entre sus manos aún temblorosas, y saboreó cada trago con parsimonia. No había ninguna prisa. Frente a uno de los espejos de la pared, se veía ya a la cabeza del imperio, repasaba los cambios que haría, los nombramientos, los proyectos que había dejado en la cuneta. Entonces fue cuando reparó en la forma que adoptaban los hielos de su vaso.

          Ahí comenzó su final.

       Las últimas gotas de la bebida, cuyo sabor ahora se había rebajado con el agua de la calavera fundida, se terminaban de deslizar por su garganta. En ese momento, algo llamó su atención. Depositó enseguida el vaso sobre la mesa y se frotó los ojos con incredulidad. Sus pupilas se dilataron en las sombras, para confirmar esa visión fugaz que le hacía dudar de su propia percepción. Estaba seguro de haber visto la imagen de un atlético joven en ropa interior reflejada en el espejo del despacho. Había llegado hasta sus ojos a través del mismo cristal del vaso que acababa de apartar.

     «¡No estoy solo! ¿Cuánto ha pasado desde el disparo?». Sin tiempo para responderse a estas preguntas, solo podía tratar de solventar este imprevisto. Se agachó y dedicó los que le parecieron unos larguísimos segundos a desasir el arma de la mano rígida del cadáver de Logan. Tras empuñarla, levantó la mirada hacia el umbral del despacho, por donde ahora llegaba inconfundible el ruido de la puerta principal de la casa al abrirse y unos pasos apresurados cada vez más próximos. Sin margen para reaccionar, dos agentes de policía le ordenaron enérgicamente que soltara la pistola. Desesperado, desobedeció y apretó el gatillo, sin éxito, pues el cargador del revólver no contenía más balas que la que había servido para fingir el suicidio del infortunado Logan. En su plan, Calvin quiso evitar que en el momento final, debido a sus nervios, varias balas abandonaran el arma, y la policía descartase la hipótesis de la autodestrucción. El agente tuvo la puntería y el temple necesarios para evitar un impacto mortal en Calvin, y su proyectil solo hirió la mano que sostenía el revólver. Al fondo, el eco de la sirena policial se abría paso hasta el interior de la casa.

        Reducido en el suelo, mientras lo esposaban, todavía pudo Calvin coincidir cara a cara con Logan que, a pesar del destrozo físico de su cabeza, aún mantenía los ojos tan abiertos como vacíos de vida. El rompecabezas encajaba, pieza a pieza, en la cabeza de Calvin, que lamentaba no haber conocido antes el secreto mejor guardado de su ya exsocio.

        Pocas veces un trago tranquilo de whisky había simplificado tanto el trabajo de la policía.