El mensaje (1ª parte)
Relato erótico
COLABORACIÓN
Korai
—¡Cling!
El tono de mensaje le sobresaltó; era temprano y no esperaba ninguno. Se apartó a un lado para dejar pasar la marabunta humana de viajeros y sacó el móvil del bolsillo. El texto en la pantalla produjo una punzada inmediata en su entrepierna. Le invadió un calor súbito y tuvo que apoyarse sobre una columna de hormigón. No podía apartar la mirada de las letras resplandecientes de su teléfono. Respiró hondo y tragó saliva, parpadeando lentamente. Miró a su alrededor convencido de que todo el mundo tenía que haber sido consciente de su repentino desasosiego. Pero nadie había reparado en que el mundo se había detenido súbitamente para Virgilio Mellado.
Se recompuso como pudo, cogió el maletín y se alejó del andén camino a la estación. Necesitaba un café. Y volver a leer el mensaje.
Sentado en una de las mesas buscó con la mirada a la camarera morena que siempre le atendía. Ella sonrío y, entendiéndole, comenzó a vaciar de café el filtro dando golpes contra el cajón. Virgilio se la quedó mirando. Los menudos pechos aprisionados bajo la blusa blanca se bamboleaban como pequeños flanes y lo hacían a cámara lenta. La muchacha le miraba de reojo con una sonrisa burlona dibujada en su cara mientras le lanzaba un guiño y se apretujaba un seno con la mano libre. Virgilio observaba boquiabierto.
Parpadeó repetidas veces y todo volvió a la velocidad normal: la chiquilla continuaba preparando el café tras la barra como si tal cosa. Virgilio buscó, nervioso, un pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. Sí, era de esos pocos hombres que aún usan pañuelos de algodón; se secó las gotas de sudor que le caían por la frente.
Cogió tembloroso el móvil dispuesto a leer el mensaje de nuevo, pero la camarera le interrumpió dejando el café sobre la mesa.
—Hola Virgi, hoy sí que madrugas —Sonrió la muchacha colocando también un platito con tres churros. Los ojos del hombre se clavaron en los dos pequeños pero erectos pezones resaltados bajo la tela blanca.
—Seguro que prefieres comerte estos —susurró la chica, pellizcándose un pezón sobre la tela.
—¿Qu…qué? —masculló el pobre hombre.
—Que si te vale con estos —La camarera sujetaba la bandeja con un brazo mientras señalaba el plato con los churros—. Puedo servirte más, los acaban de traer y están recién hechos.
—Siiii…sí —balbuceó Virgilio y la muchacha se retiró pensado que aún andaba medio dormido.
Temblando y preguntándose qué le estaba pasando, giró el móvil que aferraba con fuerza en su mano y volvió a leer el mensaje.
«Quiero que me comas las tetas»
El remitente, un número que desconocía.
Tetas. Pechos. Senos. Pezones. Mamas. Su perdición y su locura.
Abrió el azucarillo y los dos cubitos cayeron al café, empapándose del humeante líquido.
—Deberías lamerlos.
La voz a su izquierda repitió, insistiendo, el consejo.
—Que los lamas.
Una mujer de negocios en impecable traje sastre le ordenaba coger los azucarillos que él trató a duras penas salvar del café con dos dedos que metió en la taza; se los llevó a la boca mientras la mujer desabrochaba su chaqueta liberando dos redondas turgencias embutidas en un delicado sujetador negro.
—Chúpalos bien —ordenó la dama, dejando escapar un suave gemido y recostándose ligeramente en la silla. Masajeaba con ansia las mamas que Virgilio no podía dejar de mirar deseando verlas liberadas del encaje que las oprimía.
—¡Es usted un cerdo! —exclamó la mujer levantándose de su sitio. Virgilio se había quedado congelado, con la lengua perdida entre sus propios dedos mientras la mujer, con la chaqueta perfectamente colocada, se levantaba airada de la mesa para pagar su café.
La mente se le nubló y en su cerebro se dibujaba una única pregunta «¿qué me está pasando?». Una pregunta concisa que se fue volviendo bailona mientras decenas de rosados senos bamboleantes invadían su mente empujando y haciendo tambalear las consonantes y vocales de la frase que al contacto cobraban vida y abrazaban y acariciaban lujuriosas todos aquellos redondos pechos.
Agitó la cabeza tratando de desechar la imagen y abrió los ojos, pero fue peor. Apenas una mujer entraba en su ángulo de visión comenzaba a tocarse o mostrarle un atisbo de sus pechos. Sabía que no era cierto, que era un producto de su imaginación por causa absolutamente desconocida, pero la erección en su pantalón no entendía de certezas.
Dejó tres euros sobre la mesa, demasiado para un café, pero poco teniendo en cuenta la lascivia con la que se hubiera comido los pezones de la camarera, y, tapándose la entrepierna con el maletín, salió apresuradamente de la cafetería de la estación en busca de un taxi.
Un hombre. Afortunadamente para Virgilio el conductor era hombre. Casi no se atrevía a mirarle, pero lo hizo y no hubo ninguna reacción extraña por parte del taxista.
«Bien» se dijo Virgilio. Ese extraño efecto no se reproducía con hombres.
—¿A dónde va? — preguntó el conductor.
—Mercería Yanet —contestó, respirando relajado.
—¿En qué mamela se encuentra?
—¿Cómo? —preguntó Virgilio parpadeando varias veces.
El taxista suspiró y volvió a preguntar:
— Que en qué calle se encuentra.
— Ca…, calle Badajoz número quince.
El taxista no contestó y arrancó el vehículo dirigiéndose a su destino.
Virgilio se recostó tratando de relajarse y cerró los ojos. El suave murmullo del motor y el sonido silbante de los neumáticos sobre el asfalto le adormecieron ligeramente durante el trayecto. La mente seguía repleta de sonrosados y mullidos pechos, pero en este caso los disfrutaba.
—Ocho polvos le echaba yo a la tetona esa —murmuró el taxista.
—¿Cómo? —exclamó sobresaltado Virgilio tratando sin éxito evitar mirar a una morena de tetas enormes que le observaba desde la acera estrujándose los pechos con lujuria.
El taxista volvió a suspirar; «señor, qué cruz» se leía en su rostro.
—Que ocho minutos tardamos por la calle esa.
La tetona seguía restregándose frente a la mirada impasible del taxista y a la no tan impasible de Virgilio. Un pecho asomaba por el escote, temblón y asustado por el inminente riesgo de abocarse al vacío.
—Déjeme aquí —imploró Virgilio.
—Pero va a tardar al menos quince minutos andando… —comentó el taxista.
«Necesito que se me pase esto. No puedo llegar así. Tengo que resolverlo», pensaba Virgilio.
—Déjeme aquí —repitió— ¿Cuánto le debo?
—Son siete euros.
—Cóbrese los diez —respondió Virgilio casi lanzándole un billete ante la sonrisa del taxista que pensaba que le había compensado el trayecto con el tío rarito.
Salió apresurado del taxi y trató de pasar rápidamente al lado de la mujer tapándose los ojos, pero no pudo evitar que estos se fijasen en el pezón oscuro y atemorizado que asomaba por el escote, arrugado por la impresión y que parecía implorarle clemencia.
—Virgilio, por dios, no me dejes aquí solo, arrópame, cúbreme, no me abandones.
Lo que faltaba, pezones parlantes. Los sudores fríos que comenzaron a recorrerle le obligaron a agarrarse al primer árbol y una señora mayor que pasaba a su lado le reprobó mascullando:
—Estos jóvenes de hoy, todo el día bebidos… ¡y a estas horas de la mañana! —Aminorando el paso se detuvo a su lado, cambiando el gesto, sonriendo y mirándole burlona, y continuó hablando en un tono muy diferente— … con lo bien que harías follándote las tetas de esta vieja, que ya no estarán tersas, pero rodean perfectamente una joven polla.
Virgilio pegó un respingo mirándola asustado mientras ella comenzaba a rebuscar bajo la gruesa rebeca de lana los botones de la blusa con la clara intención de desabrocharlos. Agarrado fuertemente a su cartera, el asustado hombre salió corriendo calle abajo sin mirar atrás.
Continuará...