Entrevista a un despistado

Kenji Arima: «Para escribir hay que estar dispuesto a hacerse un poco el tonto»

ESCRIBIENTES

Me encuentro con el galardonado Kenji Arima (Takeo, Japón, 1962) en un café muy frecuentado del centro de Tokio, según él, «para no llamar la atención». Arima, novelista conocido por sus reflexiones casi místicas, pero con un permanente tono desenfadado, parece disfrutar de la paradoja de su propio oficio. Escribir, dice, «no es para los que quieren brillar a toda costa».

Con el café en una mano y una sonrisa en la otra, el autor de Cadencias interrumpidas me suelta una bomba para abrir la conversación: «Para escribir hay que estar dispuesto a hacerse un poco el tonto». ¿Tonto? Me río, y él también. Como ya me imaginaba, Arima no es de los que idealiza la literatura ni cree que sea un oficio para grandes mentes, al menos no en el sentido clásico. La inteligencia, explica, puede volverse una trampa para el escritor que se siente obligado a desentrañar cada detalle, analizar cada escena como si estuviera construyendo un mecanismo de relojería, cerrar cada arco argumental y dejar siempre al lector ansioso por comprar la siguiente novela. «Si eres demasiado listo, te arriesgas a saltarte pasos», me dice, y el tono de su voz mezcla resignación y humor, «la novela te pide pausa, algo de ingenuidad. Es como caminar despacio y sin GPS, como si no te importara perderte un poco».

En el mundo actual, tan obsesionado con la velocidad y la eficiencia, Arima califica su propio estilo como una especie de protesta contra las prisas. Afirma que la ficción necesita otro ritmo, unas «pausas rítmicas» que lleven al autor a explorar sin saltar ansioso a las conclusiones. Y esa lentitud choca de frente con el cerebro ágil de los muy inteligentes.

«El escritor de éxito fulgurante puede llegar a frustrarse», me comenta, «como un corredor atrapado en un desfile de tortugas. ¡Las tortugas van a su ritmo, pero también tienen su encanto!».

Como me ha puesto sobre la pista, le pregunto entonces por el papel de la inteligencia en la literatura y me responde con una teoría que, confieso, no me esperaba: «la verdadera literatura no siempre sale de mentes brillantes, sino de mentes curiosas; la curiosidad es clave», dice, y el destello en sus ojos parece confirmar su convicción «ser un poco ignorante es un arma poderosa. Porque si eres demasiado listo, crees que ya tienes la respuesta, y entonces, ¿dónde está la magia? La novela te exige perder el control».

Para Arima, la inteligencia a veces esclaviza; te hace sentir que debes explicar o resolver todo, mientras que el arte de narrar es justo lo opuesto, que el autor se deje llevar, que se permita uno o varios deslices. La historia se construye en esa libertad, en ese «arte de fingir el despiste».

Es este el punto en el que tengo que preguntarle por los críticos literarios, esos expertos que tratan de desmenuzar cada aspecto de su obra. Arima sonríe con picardía —¿o suficiencia del veterano?— y asegura que admira su agudeza, pero que a menudo la velocidad mental del crítico también se convierte en un obstáculo. «Son como gatos que intentan entender un tren de carga», dice, y en su comparación casi puedo ver la imagen de un gato atolondrado frente a una locomotora en movimiento, a la espera de desmenuzar el contenido de los vagones. La novela, para él, no siempre es lógica, y cuando un crítico trata de meterla en un molde racional, el resultado es una versión traducida, una vulgata —me lo ha dicho en latín—, del texto original, una interpretación forzada, «es imposible acomodarte al ritmo de una historia pausada si tu mente va demasiado rápido y tienes que llegar enseguida con tu reseña a las redes sociales o a los dominicales de cultura».

Le pido un consejo para los escritores jóvenes, especialmente para quienes quieren escribir novelas pero sienten que deben demostrar algo. Y su respuesta es, en el mejor sentido, desconcertante: «menos inteligencia, más diversión, escribe para explorar, no para impresionar; la novela no va a reflejar lo listo que seas; lo importante es que estés dispuesto a dejarte llevar».

Al final, insiste, escribir es lanzarse al abismo, como quien se lanza a un viaje sin mapas ni garantías —¿brújulas?—. Arima se despide con una última sonrisa y una advertencia, como si temiera que esta conversación lo fuera a dejar con un perfil demasiado elevado, siendo él un maestro de la ironía sutil. Me dice: «recuerda, la mejor novela no es la que demuestra algo, sino la que, al final, sigue siendo un misterio, incluso para el que la escribió».

Abandono el lugar con la sensación de que la literatura, al menos para Kenji Arima, es un juego de despiste controlado, una especie de broma intelectual para quienes están dispuestos a saltarse los convencionalismos. Y quizás ese sea el secreto: poner a prueba hasta qué punto puedes perderte y seguir disfrutando del viaje.

Nota: para escribir esta ficción, me he inspirado en algunos pasajes —como el citado a continuación— de la obra De qué hablo cuando hablo de escribir de Haruki Murakami (2018, Editorial Planeta, traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara). Sin embargo, Kenji Arima es un personaje inventado, y cualquier semejanza con el venerado y sempiterno aspirante japonés al Premio Nobel es una coincidencia —¿o no?—, producto del juego creativo.

«En mi opinión, escribir novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente inteligentes. Es obvio que exige un nivel determinado de conocimiento, de cultura y también, cómo no, de inteligencia para poder llevarlo a cabo. En mi caso particular creo llegar a ese mínimo exigible. Bueno, quizás. Si soy sincero, suponiendo que alguien me preguntase abiertamente si de verdad estoy seguro de haberlo alcanzado, no sabría qué decir.»