Elisa la estilista
Personajes (falsa creencia)
ANTUÁN
Antuán
Estaba segura de que jamás sería un personaje de novela, ni de cuento, ni de nada. Elisa era una persona corriente. En su opinión, su vida era tan sosa que jamás podría despertar el interés de nadie. No la mencionarían ni siquiera de pasada en un cotilleo de patio de vecinos. Pero no era consciente de que, en ese preciso instante en que lo pensaba, había alguien que ya estaba contando con ella para protagonizar un relato, más excitante de lo que podría haber imaginado.
Tampoco tenía forma de saber que, mientras repasaba en su móvil la agenda de clientas de esa jornada, sentada en un vagón de metro despejado —no abría hasta las diez y cuarto de la mañana, para evitarse la hora punta del transporte—, esos momentos de su mañana ya se integraban en el escenario donde ocurrirían los hechos que demostrarían cómo su trabajo no tenía nada de insustancial. En el vagón, el calor humano, el olor a humanidad y a perfumes entremezclados, el traqueteo del trayecto entre las estaciones, los anuncios por la megafonía, el sonido metálico y brusco de las puertas automáticas al abrirse… todo eso no era muy relevante, pero ya formaba parte de un cuento que terminaría de probar que la labor de esta pequeña empresaria podía ser extraordinaria, solo con ser ella misma.
El tramo a pie entre la boca del metro y la peluquería lo recorrió sin perder el calor que el viaje subterráneo había acumulado en su cuerpo. En cuanto llegó, comenzó su rutina matinal. Dio los buenos días al quiosquero vecino y procedió a abrir el local: desbloqueó el candado de la persiana, la levantó hasta el final con un último saltito, abrió la puerta de cristal y desactivó la alarma. Ya en el interior, encendió la calefacción. El día era frío, y el local aún tardaría unos minutos en alcanzar una temperatura agradable. Mientras colgaba su abrigo en el perchero, repasó su alrededor con la mirada. También era parte del ritual. Ese escenario entre cuatro paredes, más una trastienda y una sala aparte para las depilaciones y otros tratamientos, conformaba su auténtica «zona de confort», su reino, su territorio, pero aquel día presentía algo inquietante que no le acababa de cuadrar, como si estuviera siendo observada, y no le faltaba razón.
«No pasa nada, todo en orden», se tranquilizó y dejó que esa zozobra se desvaneciera como una burbuja de cualquiera de los champús alineados sobre los estantes.
Muy pronto estaría allí Flora Sarmiento, la primera clienta con cita de ese día. Elisa sabía que era muy sensible al frío, y no quería que la concejala, que esa misma mañana presidiría una boda en el Ayuntamiento, fuera a resfriarse por llegar a su establecimiento sin caldear. Ajustó un grado más el termostato; ya lo bajaría después, «si eso», pensó.
La estilista conocía con un asombroso nivel de detalle la vida y circunstancias de todas sus clientas habituales. «Ellas sí que tienen historias interesantes; si yo supiera escribir, me sobrarían personajes y situaciones», pensaba, al tiempo que ordenaba uno de los atriles con los instrumentos que necesitaría dentro de pocos minutos.
El testigo inmaterial de sus peripecias aprovechó este momento sin conversación para completar el plano olfativo de la ambientación, con una breve pero certera descripción de la mezcla de olores que ofrecía el salón de Elisa. Las lacas y algunos tintes eran los más persistentes, fundidos con el perfume variado de jabones y suavizantes. El conjunto era agradable, y contribuía al bienestar diario de la peluquera, que habría reconocido el sitio hasta con los ojos cerrados.
Escuchar con atención y sincero interés era una de las cualidades de esta artesana de las cabelleras y de las cabezas que las alojaban. A esa virtud, cada vez más rara en nuestros días, pero esencial en su gremio, se sumaba una prodigiosa capacidad para retener información. Era un don perfecto para animar las conversaciones. Sabía cómo intercalar algún «¿En serio?» o «¡No me lo puedo creer!», o bien, algún «¿Qué fue de tu cuñada Fulanita?, ¿se llegó a separar?», y eso mantenía el motor de la conversación bien engrasado mientras aplicaba un tinte, ondulaba un mechón con las pinzas rizadoras, o afinaba algún peinado para una ocasión especial.
La edil llegó un poco antes de la hora prevista. Agradeció con un soplido el contraste de temperatura con respecto al exterior. Elisa le echó una mano para guardar el abrigo y el bolso.
—Buenos días, doña Flora, ¿el café de siempre, y unos churritos? —sonrió.
—No, Elisa, hoy prefiero un té. Me estresará menos, que tengo una boda y no quiero que me tiemblen las manos con el micrófono delante de todos. Y nada de churros, que luego me invitan al cóctel, y es mejor que me reserve.
—Me he enterado de que habrá mucho famoseo, concejala.
—Sí, eso es lo más agobiante, así que ya puedes esmerarte… como siempre — la teniente de alcalde del distrito sonrió con toda la bondad que pudo, para terminar compartiendo una carcajada de complicidad con esa mujer que actuaba de peluquera y de confidente a partes iguales.
Todo esto quedaba reflejado, línea a línea, con la suficiente maestría de un cortorrelatista curtido, que se preocupaba porque ya estaba en la segunda página y aún no se había ocurrido nada extraordinario. Recordó que, además el escenario, también convenía describir, si acaso por encima, a Elisa. Así, contó que era una mujer de aspecto juvenil y bien cuidado, que no aparentaba ni de lejos los casi cincuenta años que sumaría ese año. También aclaraba que ni la ambición económica, ni la envidia la caracterizaban en ninguna medida, pues jamás había sentido deseos de ponerse debajo de los pelos de ninguna de sus clientas, siquiera para experimentar por un día cómo eran sus vidas, sus familias, sus diversiones, sus placeres o sus sinsabores. Le bastaba con escucharlas, acompañarlas esos minutos, en los que jamás había un vacío de conversación, y luego conformarse con la suerte de conocer a tantas personas interesantes.
«Menos mal que los espejos no se quedan nada de lo que ven o escuchan», se repetía, cuando en alguna charla le confiaban intimidades que no le habrían dicho ni a un confesor. A diferencia de los curas, Elisa no imponía penitencias a ninguna de las pecadoras, arrepentidas o no, que le abrían sus almas bajo el ruido del secador, al olor de los tintes, o durante los masajes con la cabeza llena de espuma. Sí coincidía con los sotanados a la hora de respetar con absoluta profesionalidad todos los secretos que allí se aireaban. «Lo que se dice en la peluquería, se queda en la peluquería», le encantaba responder cuando una clienta le pedía que no le contase algo a alguien, «por lo que más quieras».
El cuentista decidió que bastaba con citar el principio y el final del servicio prestado a la concejala, para que el relato no perdiera ritmo.
—¡Mucha suerte con la ceremonia! ¡y que duren mucho tiempo casados! —se despidió Elisa, dándole a doña Flora dos besos que se quedaron en el aire próximo a las mejillas, para no malograr tan pronto el maquillaje que le acababa de componer.
—Sí, hasta ahora no he tenido quejas de mis bodas, dicen que son a prueba de todo —respondió ella entre carcajadas como las de antes. Con un gesto de la mano se despidió y se alejó unos metros hacia la calzada, donde el chófer ya la estaba esperando en el vehículo oficial. El del quiosco también la vio, y luego le guiñó un ojo a Elisa, mientras señalaba alzando las cejas hacia la dirigente municipal.
La siguiente clienta llegó mientras Elisa estaba contemplando ausente cómo se alejaba el vehículo:
—¡Buenos días, Elisa! —la sorprendió, tocándole el hombro—, ¡que estás pasmá!
—Ay, Yenifer, perdona, no te había visto, pasa, pasa.
—¡Vaya cambio, chavala, de la política al pueblo llano! —exclamó la recién llegada, mientras se despojaba del plumífero que la había protegido del frío hasta allí, ¿qué se cuenta la concejala?
—Ná, sus cosas —Elisa sabía que con Yeni tenía que ser muy cuidadosa, porque era como un auténtico ventilador de rumores en ese barrio—, hoy hacía una boda, y quería ir mona —con esa píldora informativa, saciaría por ahora la curiosidad de la segunda clienta del día, y no perdería su complicidad, cuando tuviera que pedirle algo en el futuro, nunca se sabe—, la tía se mantiene en forma, no veas, … le hago dos cositas y sale hecha un pibón ¿y tú, qué me cuentas?
El contador de esta historia aún no sabía, a pesar de la omnisciencia que suelen tener los de su vocación, que un hecho sorprendente iba a cambiar para siempre la vida de Elisa, hacia la mitad de su jornada, así que se dedicó a relatar de la mejor manera que pudo la sucesión de clientas que iban llegando por turnos, a veces solapados, y que completaban las horas matinales de la peluquería. También dedicó unos pocos párrafos a compartir algunas reflexiones de la propietaria, como que algunos días echaba de menos la ayuda de alguna colaboradora. Lo malo es que eran tiempos difíciles, y los ingresos ya iban demasiado justos como para cubrir las facturas de los productos, el local, su sueldo y los impuestos. No podía añadir más cargas, ni en momentos de mayor acumulación de trabajo. Prefería asumirlo ella y tratar de organizarse cuando aumentaba la faena.
No era lo que pasaba ese día, pues la agenda se despejaba hacia la indefinida hora de comer, y para el resto de la tarde no había reservas. Era entonces cuando Elisa distraía el poco hambre que solía tener picando un trozo de pan de molde con una loncha de queso o de embutido que hubiera en la neverita. Lo acompañaba, eso sí, con una coca-cola zero que constituía su único vicio confesable.
No bien había empezado, cuando alguien pulsó el timbre de la entrada. Enseguida tragó el primer bocado que le había dado a su tentempié, guardó el resto en la nevera, se limpió los labios con una toallita húmeda y se dirigió a la puerta para abrir a la recién llegada.
—Hola, ¿tendrías un hueco para hacerme un apaño con estos pelos? —preguntó, con voz casi suplicante.
—Claro, pasa, pasa, algo podré hacerte —le ofreció Elisa, con su inagotable sonrisa de bienvenida, «una clienta es una clienta, aunque me interrumpa sin reservar», pensó— ¿quieres cortarte, teñirte o solo peinarte?
—Un peinado nada más, algo modernillo, si puede ser, un poco loco, no sé, ¿qué se te ocurre? —apremió la clienta.
—Vale, déjamelo a mí, pero relájate y me vas contando qué te gusta.
Mientras Elisa le iba colocando el mandil, la nueva clienta, además de presentarse como Olivia, tuvo tiempo de contarle que trabajaba en una plataforma de vídeo, que era guionista de series —«y bastante bien considerada, luego te dejo mi perfil de Instagram, para que veas lo que he hecho»—, y que dentro de un par de horas la habían convocado, casi sin avisar, para una mesa redonda con público y conexión en directo en una cadena de televisión generalista.
—Además de estos malos pelos, mi agobio es que me he quedado sin ideas, y me van a preguntar, estoy segurísima, sobre mis proyectos, inmediatos y futuros ¡y no tengo ninguno! ¡estoy sin ideas! ¡nada! ¡vacío total!
—¿Pero no puedes inventarte algo, como para salir del paso?
—Ya me gustaría, pero miento fatal, chica, y no podría improvisar, sin tener algo más que darles —explicaba, con el mismo tono angustioso—. Luego todo se comenta en los medios, y es muy difícil cambiarlo o desmentirlo sin parecer una aficionada.
—Vaya, eso no me ha pasado a mí nunca, lo de quedarme muda, quiero decir… bueno, lo de mentir, tampoco lo hago demasiado, porque también me pillan enseguida.
—¡Qué maja eres! —sonrió, más relajada— ¿cómo has dicho que te llamas?
—Elisa, y no te lo había dicho —acompañó la puntualización con una sonrisa, para atenuar el posible tono cortante, y añadió—: y gracias por lo de maja ¿te gusta así el flequillo? Te puedo fijar esta parte, como la Ónega, que también está en la tele.
—Uy, calla, calla, Eli —había abreviado nombre, con total confianza, se percató la peluquera, aunque no era la primera vez que le pasaba, incluso con desconocidas—, ¡solo me faltaba parecer una imitadora! Esa chica presenta programas de variedades y hace novelas de éxito, aprovechándose del apellido y la fama. No, no quiero flequillos que parezcan un nido de cigüeñas cayéndose, déjamelo a su aire; además, es que lo tengo muy lacio y no aguantaría la laca mucho tiempo.
—¿Y de qué van tus series, intriga, acción, ligues?, ¿espías? —cambió de tercio Elisa.
—Qué va, soy más de sacarle partido a las historias humanas, de gente vulgar, que piensa que es normal y que cree que lo suyo no tiene ningún interés —explicó la guionista—, son las tramas que más enganchan al público de media tarde.
El relator acababa de darse de bruces con el giro esencial de su trama. La intuición que le había llevado a centrar su foco en la peluquera de esta historia, se confirmaba ahora como acertada. Entreveía una forma de proseguir la narración hacia donde él quería. Su brújula no lo había desorientado, a pesar de los abundantes espejos que jalonaban el lugar. Se confesaba a sí mismo que hubo un momento en el que se sintió más testigo de los acontecimientos que su inventor, y eso no habría sido un cuento, sino una crónica. Ahora volvía a hacerse con el poder. Antes de avanzar, eso sí, dedicó un par de líneas a describir el vértigo momentáneo que la peluquera había sentido, una especie de remolino interior, que por unas décimas de segundo casi le cuesta un serio disgusto a su clienta, cuando las manos que manejaban con soltura las tijeras vacilaron y se desviaron unos milímetros de su recorrido. La víctima fue un tupido mechón de pelo que cayó sobre la capa y se deslizó hasta desparramarse en el suelo.
—¿En serio? ¿eso es lo que necesitas? —dijo Elisa, recuperándose del ligero temblor que había sentido, y sin saber muy bien cómo expresarle a Olivia la idea que se le estaba ocurriendo, porque la creía muy descabellada, pero aún tanteó, para asegurarse—, o sea, quieres historias de personas normales, cosas normales, vidas de gente de la calle ¿pero eso qué tiene de interesante? ¿por qué iba nadie a ver una serie así si lo que pasa ya lo tiene cada día a su alrededor sin enchufar la tele?
—¡No hay nadie del todo normal! —respondió Olivia, con contundencia—, todos tenemos dentro nuestras preocupaciones, nuestros sueños, otra cosa es que no nos atrevamos a cumplirlos o a contarlos. Te asombraría saber cuántos capítulos de la serie «Almas con nicotina» se basaban en personas que acudían a un estanco y le contaban al estanquero sus chorradas.
—¿Y por qué no te inspiras en una peluquería? —soltó por fin Elisa, haciendo un amago de comillas con las manos ocupadas al pronunciar las palabras «te inspiras»—, si yo te contara lo que pasa por aquí, lo ibas a flipar.
Olivia sacó de repente una mano de debajo de la capa para apartar de su cabeza las manos de Elisa, que alzó las suyas, a punto de pedir perdón por alguna estupidez. La guionista se giró, la miró a la cara, sin la mediación del espejo, y le dijo:
—Tía, ¡eso es cojonudo! ¡me acabas de salvar la vida! ¿en serio, me podrías contar esas cosas que dices?
—Uf, bueno, lo dije sin pensar, no sé, yo nunca he escrito nada. Era por animarte —Respiró más tranquila, no había metido la pata, aunque sí había mentido, pues sí lo había pensado.
—¡Y una mierda!, ¿tienes más público para esta tarde?, ¿me acompañas a la entrevista, y hablamos por el camino?
—Bueno, vale, espera, que confirmo, un momento —fingió, para no parecer ansiosa— ¿en serio no te ha parecido una tontería? ¡si aquí nunca pasa nada! —volvió a mentir Elisa, con poca convicción, y Olivia lo sabía.
El narrador lo había conseguido. Había creado un personaje que se transformaba para convertirse de un don nadie especial en la inspiración de una serie triunfadora de una plataforma de streaming. Todo en la misma jornada y en una historia no muy larga. Misión cumplida. Aún debía poner la guinda, explicando cómo Elisa fue contratada como asesora externa creativa en el equipo de guionistas de una nueva serie «Tintes personales». Desde ese día, acudía a la reunión de guionistas todos los martes por la tarde —decidió que cerraría ese día, hasta nueva orden—, por supuesto, después de apagar la calefacción, o el aire acondicionado, activar la alarma, cerrar la puerta de cristal, bajar la persiana del local y despedirse del quiosquero.
El creador de Elisa aún escribió unas últimas frases, silenciosas, a las que disfrazó de pensamientos de ella, uno de esos martes, durante el trayecto en metro hasta las oficinas de los estudios:
«Si mis clientas se enteran, me cortan la cabeza... aunque ahora sé por qué triunfan los culebrones de la tarde: son ellas mismas», y sonrió otra vez.