La batalla entre la creatividad humana y los demonios digitales
¿Puede la inteligencia artificial alcanzar el éxtasis creativo que define a los artistas humanos?
Antuán
7/18/2024
«Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué fue elegido y usualmente está demasiado ocupado para responder a esta pregunta. Es completamente amoral, y pedirá prestado, rogará o robará de cualquiera y de todos para lograr hacer su trabajo.»
—William Faulkner
Y yo me pregunto: en un mundo donde los demonios de la creatividad se han digitalizado, ¿cómo encaja esta visión?
Me apetece imaginar a Faulkner sentado en un rincón de un posible más allá de los escritores. Observa con una ceja levantada cómo un maremágnum de cables y chips invade el escenario palpable de la creatividad. En este nuevo mundo, los demonios son algoritmos y las musas líneas de código. La inteligencia artificial, nuestra moderna musa, no sabe de demonios, no siente su empuje. Su existencia se reduce a la ejecución eficiente de tareas asignadas, lleva una «vida» carente de la angustia y el éxtasis que definen al creador humano.
Faulkner se sorprende al ver que estos nuevos «artistas» digitales tampoco se preguntan por qué fueron elegidos. No es que estén demasiado ocupados, como los humanos; simplemente, no tienen la capacidad de cuestionar su propósito. Están ocupados en solucionar sus cálculos, sin angustias ni dilemas morales. Para una inteligencia artificial, preguntarse «por qué» es irrelevante, un bucle infinito que, ¿por suerte?, no comprende.
La cuestión de la moralidad se torna aún más inquietante. Según Faulkner, el artista es «completamente amoral», y está dispuesto a cualquier cosa para crear. La IA, sin embargo, es una tabla rasa, una entidad moralmente neutra. Solo estará moldeada por los valores de sus ingeniosos creadores (¿ingenieros o ingeniadores?). Si roba, lo hace sin culpa; si crea, lo hace sin gloria. Es amoral, sí, pero no por elección propia, sino por el pecado original de su programación.
Ahora presenciaré una conversación entre un artista humano y una IA en un café bohemio.
El primero, con una chispa de frustración y pasión en sus ojos, explica cómo la luna lo inspiró para crear una obra maestra que concluyó tras dos meses de bocetos, borradores y modificaciones de tonos y luminosidades. En su réplica, con una mirada fría y calculadora —naturales en ella, a pesar de ser artificial—, la IA le responde que ha procesado más de mil imágenes de la luna y ha generado cien nuevas variantes en menos de dos segundos. Sin arredrarse, o quizás por postureo, el artista trata de bajarle los humos a su interlocutora preguntándole cómo se sintió durante el proceso. Entonces, la IA responde, sin más, que no tiene la capacidad de sentir, pero que puede generar un análisis de sentimientos inducidos por la luna sobre la base de datos recopilados hasta hace dos años. En su fuero interno, el artista se compadece de la pobre IA, siempre tan eficiente, pero que nunca sabrá lo que es luchar contra los diablos invisibles.
Mientras el artista humano se tortura con sus propios dilemas morales, plagia, roba y se deja llevar por pasiones descontroladas, la IA sigue su camino impasible, calculando y replicando sin una pizca de angustia. El creador de carne y hueso, en su amoralidad caótica, descubre nuevas fronteras del arte; la IA, en su eficiencia, solo puede recorrer los caminos ya trazados por sus programadores.
Faulkner, acomodado en su olimpo, asiente y confirma que, a pesar de los avances, la esencia del artista sigue siendo tan misteriosa que ni el algoritmo más complejo puede descifrarla. La verdadera naturaleza del arte, un espacio en el que son indispensables la irracionalidad, el conflicto y la pasión, surge en el terreno aún sin explorar que queda entre los demonios humanos y los cálculos automáticos de las computadoras más vanguardistas.
«Al final del día», como mal traducen algunos del inglés, la creación artística, el talento siguen siendo inalcanzables para los ingenios electrónicos más sofisticados... por ahora.