Mentiras bien contadas
¿Es la literatura una escuela perfecta de desinformación?
ESCRIBIENTES
Antuán
La literatura y la desinformación comparten más de lo que estamos dispuestos a admitir. Ambas se basan en el arte de contar historias, aunque persiguen fines diferentes. Una busca el gozo estético; la otra, desorientar y dominar.
Voy a darle un giro a este asunto preguntando a mi estimado lector o a mi apreciada lectora ¿es la desinformación una consecuencia de una literatura mal entendida? En otras palabras, ¿son las fake news, las teorías conspirativas o los titulares escandalosos, en el fondo, subproductos malintencionados de la narrativa clásica?
¿Y si la humanidad solo llevó demasiado lejos su amor por un buen cuento?
Piénsalo bien. Una noticia falsa bien confeccionada tiene todos los elementos de una gran novela: un protagonista carismático, convincente —humano, divino, material, tanto da—, un villano aterrador bien definido —igual que antes, importa lo mismo—, unos giros inesperados y, sobre todo, una trama que nos mantenga pegados a las pantallas. ¿No es eso lo que buscaba cualquier escritor desde que Homero —sin pantallas aún— decidió añadirle una guerra y un caballo gigante a su narración? Si algo hemos aprendido de siglos de literatura es que la verdad, por sí sola, no siempre basta. Un hecho desnudo es aburrido. Un hecho aliñado con imaginación, en cambio, es sabrosísimo.
Otro ejemplo: las teorías conspirativas. Si bien suelen estar plagadas de incoherencias, también contienen una narrativa interna bastante sólida: un grupo secreto (los Illuminati, los reptilianos, los comunistas bajo la cama) está manipulando el destino del mundo, mientras unos pocos héroes esclarecidos se empeñan en desentrañar la verdad. ¿No es esto, esencialmente, una reescritura de El Señor de los Anillos? La diferencia es que, en lugar de hobbits, tenemos youtubers con sudaderas y micrófonos baratos, y en vez de Mordor, tenemos la Reserva Federal.
La fórmula es la misma: un mal omnipotente y omnipresente contra un pequeño pero osado colectivo que lucha por el bien. Si Tolkien resucitara, quizás no escribiría otra saga, sino que abriría un canal de TikTok o Telegram explicando cómo Sauron es, en realidad, un símbolo del control gubernamental.
Por supuesto, no todos los mentirosos son tan hábiles. Ahí es donde la desinformación verdaderamente rinde tributo a los grandes escritores: cuando logra convertir personajes reales en figuras literarias. Los villanos se diseñan con precisión quirúrgica, como si salieran del taller de Shakespeare. Tienen defectos evidentes que los hacen odiables (la risa cínica de un multimillonario o extravagancias que reflejan el capitalismo despiadado) y rasgos exagerados que los vuelven icónicos. Si un líder mundial se tropieza en una escalera, se convierte en el bufón de la corte, nivel pato cojo. Si un activista lenguaraz alza demasiado la voz y llega a eurodiputado, es la bruja que nos quiere arrastrar al apocalipsis. Nadie es solo humano en el universo de la desinformación: todos son héroes o villanos, según la conveniencia de quien escribe el guion y de la audiencia que lo deglutirá después sin masticarlo.
En esto, la literatura ha hecho un trabajo inmejorable como maestra de estilo. Los escritores nos han entrenado para buscar siempre un antagonista nítido, una figura que represente todo lo que está mal. Por supuesto, en la vida real, los problemas suelen ser más abstractos: la desigualdad no tiene cara, el cambio climático no tiene cuenta de Instagram. Pero ¿a quién le interesa un villano intangible cuando podemos culpar al dueño de Amazon o al vecino que usa su camioneta como caldera móvil de combustibles fósiles? Si la literatura nos enseñó algo, es que una buena historia necesita enemigos concretos. Lo demás es ruido.
No obstante, no solo los villanos tienen que ser convincentes. Tanto en la literatura como en la desinformación, los protagonistas también se diseñan con sumo cuidado. Una noticia falsa no sobrevive si el héroe presentado no tiene carisma. Y ahí es donde vemos aparecer figuras casi épicas: el médico disidente que asegura haber encontrado una cura mágica para todas las enfermedades, el vecino que descubrió cómo Bill Gates está implantándonos microchips a través del agua potable, el científico olvidado por la historia que en realidad sabía cómo fabricar energía gratuita en 1912. ¿Quién no querría creer en estas figuras? Son historias inspiradoras, perfectas para publicarse en tapa dura. Como lectores ávidos de drama, las devoramos.
El truco maestro de la desinformación, sin embargo, está en el equilibrio entre la omisión y la exageración. Los grandes novelistas han hecho esto desde siempre. Muchos autores, por ejemplo, jamás nos dicen exactamente qué sienten sus personajes en cada momento; dejan que leamos entre líneas, logrando que la tensión sea embriagadora. La desinformación sigue la misma lógica, aunque aplicada al caos: omitir es clave para construir una narrativa convincente. ¿Por qué molestarse en mencionar que un determinado estudio citado sobre vacunas está refutado por otros veinte estudios? Eso sería como destripar el final del libro en el primer capítulo. Lo importante es que la historia fluya, no que sea estrictamente cierta…
La exageración, por otro lado, es el golpe de gracia. Un rumor apenas interesante puede transformarse en un fenómeno viral con la dosis adecuada de hipérbole. ¿Quieres que alguien haga clic en tu publicación? No basta con sugerir que un político tomó una mala decisión; necesitas declarar que esa decisión conducirá al colapso económico global en los próximos tres días. La literatura nos ha enseñado que el drama vende. Si no, ¿cómo explicamos el éxito de tragedias tan excesivas como Macbeth o La familia de Pascual Duarte? Cuando la realidad no ofrece suficiente intensidad, la exageración o el fatalismo vienen al rescate.
Ahora bien, podríamos argumentar que la literatura es un arma de doble filo. Por un lado, nos ayuda a desarrollar pensamiento crítico. Leer nos enseña a identificar puntos de vista, a cuestionar narrativas y a reconocer cuándo un personaje no es tan fiable como parece. Pero, irónicamente, también le ha dado a la humanidad las herramientas para fabricar mentiras más elaboradas. Es como si, tras leer el Quijote, alguien pensara: «Qué gran idea: inventar una realidad paralela y convencer al resto de que es real». Solo que, en este caso, el molino de viento no es un gigante; es una amenaza comunista creada por un think tank con suficiente presupuesto.
No todo está perdido. Si algo tiene la literatura que la desinformación no puede replicar es su intención última: hacernos más humanos. Una buena novela no busca confundirnos ni manipularnos, sino expandir nuestra comprensión del mundo, aunque sea imaginario. La desinformación, en cambio, se alimenta de nuestras emociones más básicas: el miedo, el odio, la desesperación, y las solivianta. Tal vez esa sea la gran diferencia entre ambas: una aspira a iluminar, la otra a oscurecer. Pero qué ironía tan dulce que, al final, solo con más literatura podremos combatir las mentiras. Necesitamos mejores historias, no más datos.
Porque si algo sabemos con certeza, es que los hechos, por sí solos, nunca ganarán. Solo las historias tienen ese poder. Tal vez la humanidad simplemente se equivocó de narrador. Mientras esperamos que vuelva a elegir con más cuidado, seguiremos inmersos en este universo pseudoliterario paralelo, donde cada teoría conspirativa es una novela mal editada y cada noticia falsa, un bestseller de aeropuerto. Al final, como ávidos lectores, seguiremos devorándolo todo.