¿Lees o apuestas?

Un dilema cultural o una milonga

ESCRIBIENTES

«Hace un par de días nos llegaba la nada sorprendente información de que en España las familias gastan una media de 80€ al año en libros». Así comienza un artículo que Fernando Bonete acaba de publicar en el digital Hérculesdiario.

El autor recurre a una comparación que suele fascinar a quienes se dedican al mundo de los libros: el gasto en libros frente al gasto en apuestas. Señala que, en España, nos gastamos en apuestas casi el doble de lo que destinamos a comprar libros, como si esto fuera algo negativo per se, cuando solo se trata de una revelación que confirma la realidad más cotidiana: ¿para qué molestarse en comprar más de tres o cuatro libros al año si la vida nos ofrece distracciones mucho más sencillas y desestresantes? Aún se me antojan muchos ejemplares, o demasiados, incluso, si la familia media está formada por dos miembros, o tres, con el gato, que ni lee ni gasta en libros, por lo que sabemos.

Quiero romper una lanza por nuestra idiosincrasia y recordar que me parece brillante que en un país con un clima tan soleado como el nuestro, donde el aire libre invita a pasear y socializar nos hayamos dado cuenta de que leer un libro a la semana es un exceso innecesario ¡Bravo por esa clarividencia colectiva! Además, el concepto de «lector frecuente» está sobrevalorado. ¿A quién se le ocurre esperar que alguien lea más de un libro al trimestre? Vaya disparate. Aquí lo importante no es leer mucho, sino leer lo justo para luego poder decir en una cena con amigos: «Sí, estoy con ese libro de…».

Por no hablar de las bibliotecas. Hay desvergonzados que insisten en que los préstamos bibliotecarios compensan ese gasto nimio en libros. ¿Cuánto hace que no ponen los pies en uno de esos establecimientos? No hay que buscar el dato, pues Fernando Bonete ya nos confirma que es una falsedad, que un libro y un tercio de otro tomados en préstamo cada año es la cifra que ratifica el profundo desinterés que tenemos por culturizarnos mediante la lectura.

¿Para qué molestarse en visitar una biblioteca, que además es gratis, si podemos gastar tiempo, dinero y neuronas en cosas más excitantes? No hay datos sobre el gasto en fútbol, una inversión familiar sobre la que no cabe posible negociación. No provoca ningún dilema ni sonrojo confesar que se destinan auténticos pastizales a comprar entradas para una final —a veces unidas a billetes de avión, si nuestro equipo juega en el extranjero—, o a hacerse cada año con la camiseta oficial de nuestra escuadra favorita. Tampoco se menciona lo que gastamos cada finde en salir a cenar o compartir unas buenas tapas con los amigos. Eso sí es una experiencia cultural de primer nivel, donde se forjan las verdaderas conversaciones profundas, no entre los estantes polvorientos donde duermen los grandes clásicos.

Como contrapartida, puedo recordar un momento en el que regresamos al libro, ese objeto casi de leyenda: el comienzo de un viaje. No lo hacemos porque seamos unos apasionados lectores, sino porque los trenes en este país nos obligan a esperar durante horas interminables. Ahí, en esas estaciones donde el tiempo parece haberse detenido, rescatamos esa novela que, por algún motivo misterioso, dormía en la mochila desde la salida anterior, o compramos en algún quiosco de la estación o el aeropuerto —también cuenta para la estadística, por cierto—. Solo alcanzamos ese punto de desesperación, sin embargo, si estamos saturados de Tik-tok, o cuando hemos terminado de destripar mentalmente al ministro de transportes por los retrasos.

Según Bonete, la compra de libros no es un problema de tiempo o de dinero sino de educación. ¡Exacto! Hemos decidido que la educación y la lectura son lujos innecesarios en una sociedad tan avanzada como la nuestra. ¿Para qué invertir en libros cuando podemos dejar nuestra felicidad en manos del azar? Si no ganamos, siempre podemos culpar al destino, algo mucho más poético que admitir que tal vez, solo tal vez, la lectura nos podría haber ayudado a tomar decisiones más inteligentes.

En conclusión, aplaudo el empeño por mostrarnos que leer, realmente, es algo que ya no necesitamos. Nos hemos elevado por encima de ese hábito arcaico, y ahora preferimos vivir nuestras vidas sin el peso de tener que abrir un libro. Como podría rezar algún refrán: «En la vida se aprende más viajando, cenando, bailando y gritando en el fútbol que aburriéndonos con un libro entre las manos».

La lectura puede esperar; ya habrá tiempo hasta el próximo tren con retraso.