Cuando aterrizamos en Marte nos habían perdido las maletas

Relato distópico con ironía

COLABORACIÓN

Juan Antonio Illán

El vuelo había empezado tres meses antes en la Guayana francesa, un paraíso tropical atestado de mosquitos trasmisores de malaria y con una humedad del 90 %. Nos despidieron a bombo y platillo y decenas de banderitas en manos de aborígenes que las agitaban con brío tal como les habían ordenado. Éramos los primeros colonos a Marte.

Yo, por ser un simple mecánico, viajaba en clase turista en un asiento sin espacio para las rodillas. Al lado se sentó un alemán de esos grandes cuyo cuerpo se desborda sobre el apoyabrazos y te rozan con sus lorzas sudorosas te pongas como te pongas.

Nada más despegar, el de delante echó su respaldo para atrás y ahí quedó durante tres meses mientras en la pantalla trasera de su asiento reponían una película de Cantinflas en polaco.

A la quinta semana atravesamos un campo de meteoritos. Se encendió la luz de cinturones abrochados y la azafata-robot no nos dejó ir al baño durante los dos días que tardamos en atravesar el campo. Tuve que elegir entre reviento de vejiga o pantalones mojados.

Tras tres meses de viaje en semejantes condiciones aterrizamos por fin en Marte. No sé si sois lo bastante viejos para haber aterrizado en el aeropuerto de Palma en pleno agosto cuando abrían la puerta del avión y te encontrabas en medio de las pistas. Entonces la humedad te daba un sopapo en todo el cuerpo que te dejaba tonto. Pues en Marte era parecido, solo que en lugar de humedad había un viento cálido que te llenaba los ojos de una arena finísima.

De las pistas nos condujeron a un edificio donde había un mostrador con un conserje-robot 2.0 de lo más simpático. Las primeras palabras pronunciadas por un humano al poner pie en Marte fueron:

—¿Aquí no ponéis el aire acondicionado?

Y las segundas:

—Pues con este calor no va a haber quien duerma por las noches.

—Por la noche la temperatura baja a los menos setenta y ocho grados —respondió el conserje-robot 2.0.

Fue entonces cuando nos dijeron lo de las maletas. ¿Cómo era eso posible? ¿Cuándo las traerían? No había otro viaje programado en el próximo medio año.

—Mire, robot, venimos con la ropa cagada ¿no hay una boutique para comprar vestimenta?

Lo único que había era una pequeña tienda de souvenirs en la que vendían piedras de Marte y unos Toblerones gigantes.

El mostrador frente al que nos hallábamos no solo era la terminal del aeropuerto, también era la recepción del hotel.

—¿Me puede dar la llave de la habitación para subir y quedarme en pelotas? —pregunté.

—Hasta las tres no puedo. La están preparando.

Mire el reloj y eran las siete de la mañana.

—¿Cómo que la están preparando? Si saben que venimos desde hace tres meses.

—Lo siento, son las normas.

Me corrían chorretones de sudor por todo el cuerpo. Notaba un charco formándose por encima del cinturón del pantalón cagado, y me tocaba esperar seis horas sin siquiera poder ver la película de Cantinflas en polaco.

—¿Me da la contraseña de la Wifi?

—No tenemos Wifi.

Marte era, en una palabra, inhabitable.