Corrupción en Miramar
Un relato corto policial
Antuán
1/29/2024
La calle Miramar, iluminada por luces de neón parpadeantes y animada con el ruido de charlas intrascendentes, camuflaje de otras clandestinas, rebosaba de gente. Joan, con su abrigo largo oscuro, caminaba cauteloso, escudriñando cada sombra, mirando de reojo a derecha e izquierda. La presencia de los agentes del inspector Matas, aquel zorro astuto que casi lo atrapa en la redada de los muelles, siempre lo acechaba. Esa tarde les había dado esquinazo, o eso pensaba él, y podría moverse con algo más de soltura.
Estar en el punto de mira de la policía era un incordio, no solo por el peligro inminente, sino porque afectaba a su reputación entre los «socios» de los bajos fondos. Mientras extraía un cigarrillo, su mente viajó brevemente a aquel día en el puerto, el aire salado mezclado con el aroma de la traición. Prendió el pitillo con un zippo que le había regalado uno de esos socios, un cabrón que lo quiso delatar años atrás, sin saber que también él tenía ojos y oídos en la comisaría, y pudo librarse de la batida, pero el mechero se lo quedó, para no olvidar jamás que siempre hay que mantener la guardia en todo lo alto.
Ya faltaba poco, menos de cien metros. Iba a encontrarse con otro de sus colegas, el «Fusco», con el que quería cancelar una deuda por un favor que le había hecho, antes de que fuera demasiado tarde. No soportaba que un día lo enviasen al otro barrio y su nombre quedase enfangado para los restos por no haber cerrado una cuenta pendiente.
Para Joan, devolver los favores y saldar las deudas era prioritario. No era solo un acto de honor, sino una estrategia de supervivencia en este ajedrez con casillas alternativas del color de las sombras y las mentiras. Eso y ayudar a alguien del gremio, o a su familia cuando pasaban por un bache, o lo llevaban al trullo. Si no tenía medios, se los sacaba a quien los tuviera, casi siempre miembros de la misma clase favorecida, como decían ahora.
Alcanzado su destino, tocó tres veces el timbre del portero automático. El sonido de la puerta confirmaba sin responder que ya sabían de su llegada. Subió los dos pisos sin esperar al ascensor, y penetró en la vivienda cuya puerta se abrió ante él sin llamar.
—¿Lo traes todo? —preguntó una voz desde las sombras.
—Se lo daré al jefe, si no te importa —respondió, con un tono cortante, cual hoja afilada en la penumbra, y lo apartó haciendo un gesto con el dorso de la mano derecha, mientras penetraba hasta el salón.
Dentro, lo esperaba Fusco, cuya sonrisa apenas ocultaba la tensión de su mirada.
—¡Joanito, qué borde eres! te estábamos esperando. Venga, pasa y tómate algo —propuso el socio con una jovialidad que no se correspondía con la gravedad del rostro de Joan.
Joan, ignorando la oferta de una bebida, dijo:
—No, gracias, me largo enseguida, me ha costado dios y ayuda, pero aquí está, como te prometí, ya estamos en paz —y emprendió la retirada deshaciendo el camino del pasillo hacia la calle—, lo mejor que puedes hacer es largarte de aquí enseguida o prepararte, no te digo más —y salió. Sus palabras eran firmes, pero su mente ya estaba en las calles, anticipando los próximos movimientos.
Al salir, las últimas palabras de Joan habían sido una advertencia velada. Fusco, aún confiado, no se dio cuenta de que la partida ya estaba jugada.
Al minuto siguiente, una patrulla de la unidad de narcóticos descendía desde el tercer piso y sorprendía a Fusco aún con la mercancía y mucho dinero sobre la mesa. Joan observaba la actuación desde la opacidad que le proporcionaba el portal de la acera opuesta.
En el juego de la corrupción, las prioridades de Joan eran claras, y sus movimientos siempre iban un paso por delante. Había sido una operación limpia, y Joan saldaba dos favores en la misma tarde. Cuestión de prioridades.