Mouse
Microrrelato con vida propia
ANTUÁN
Antuán
Clicky siempre había estado ahí, silencioso, preciso, obediente, al final de su cable, tan clásico, con sus botones derecho e izquierdo reglamentarios, y su ruedecita algo crujiente por el paso del tiempo. Su dueño y usuario tenía demasiado apego a este dispositivo y prefería no conectarlo de otra manera que no fuera por la cola.
Desde el primer día, había sido la extensión perfecta de su mano, su fiel ejecutor. Al dictado de los movimientos, el cursor se deslizaba sin titubeos por la enorme extensión de su pantalla, sin tropezar jamás con los píxeles de todos los colores que la poblaban. Así se acumularon, día a día, imperceptibles, cientos de miles de clics.
El trabajo de Clicky se había convertido en un algo imposible de valorar. Conocía cada gesto, cada manía de su propietario, como la de usarlo con la mano izquierda, para dejar a la diestra la tarea de escribir textos con el teclado. Sin quejarse jamás, Clicky no fallaba nunca.
Esta situación idílica se prolongó durante mucho tiempo. No obstante, era tal la rutina y la buena compenetración entre la mano y el ratón, que el usuario no apreció unos ligerísimos cambios que un día empezó a experimentar el fiel dispositivo. A veces, una pestaña se cerraba antes de que pudiera decidirlo. En otras ocasiones, un documento se guardaba justo cuando estaba a punto de cerrar el equipo, y evitaba así que se perdiera sin querer el trabajo de toda una mañana. Eran detalles pequeños, casi invisibles que Clicky empezó a solucionar sin la intervención de su manipulador, que no lo atribuía a otra cosa que a sus propios movimientos rutinarios.
Pero, ¿y si no era eso? Aún no lo sabía, pero la cantidad de pequeños detalles crecía y empezó a preocuparse. Tantas coincidencias ya eran extrañas.
Un día, mientras navegaba, el cursor se desvió por sí solo hacia un enlace diferente, uno que el usuario ni siquiera había considerado; de nuevo, ignoró esta irregularidad, y volvió a asumir que habría sido un fallo de su mano. Ya empezaba a tener síntomas del dichoso síndrome del túnel carpiano, y la flexibilidad del juego de su muñeca se empezaba a resentir. Nunca quiso cambiarlo por un ratón diferente, de esos que ya no tenían ni la forma tradicional de un roedor, pero que le aseguraban que era idóneo para calmar los síntomas incapacitantes de su dolencia. A pesar de todo, lo más sorprendente fue que la página abierta era justo la que necesitaba.
La desconfianza crecía. No recordaba haber instalado nada desde que actualizó el sistema operativo, y de eso habían pasado ya dos años. Se mantuvo vigilante, y confirmó que, en efecto, el ratón no siempre seguía sus órdenes con la fidelidad acostumbrada. A veces, Clicky incluso empujaba el cursor en una dirección diferente. No lo hacía con brusquedad, pero sí de forma insistente, obstinada, como si supiera algo que su dueño ignoraba. La sensación iba acrecentándose, y ya empezaba a ser muy preocupante.
«Es imposible», se decía, pero cada vez que ocurría, la duda crecía. Probó moviéndolo de manera errática, buscando enlaces absurdos, productos que jamás compraría. El cursor titubeaba, como si Clicky renegara de esas elecciones, mientras las corregía. La fidelidad y la experiencia de uso del aparato lo hacía desplazarse hacia el enlace correcto, la aplicación que debía iniciar o los archivos que debía abrir. También se le ocurrió al dueño que quizás se hubiera instalado alguna cookie de esas que recuerdan los datos de navegación, aplicada a su forma de usar el puntero del ratón. Buscó en la web una explicación para el fenómeno, pero no encontró nada convincente. No quería preguntarle a ningún compañero de la oficina, por si fueran a pensar que estaba desequilibrado, o que veía visiones o, lo que es peor, que se hacía mayor.
Un día, mientras ultimaba un proyecto muy importante, Clicky se detuvo de golpe. Apenas unas décimas de segundo, el tiempo suficiente para que el usuario apartase la mirada de la pantalla y se la dirigiera al aparato con la frente y la nariz arrugadas al mismo tiempo. Trató de forzar el control, lo movió con brusquedad, pero Clicky parecía seguir su propia lógica: cerró una pestaña que no había visto, guardó un archivo que no había terminado... La sensación era muy incómoda. Cada vez era menos dueño de sus propios clics. Llegaba a un punto de no retorno insoportable. Como siguiera así, debería adoptar alguna medida radical.
Y lo hizo.
En un arrebato de ira, tiró del cable y desconectó el ratón de su enchufe. Miró a la pantalla y vio que el cursor se mantenía paralizado, pero no estaba seguro de haber conseguido su objetivo. Algo le decía que Clicky seguía ahí, aunque hubiera desconectado el cordón umbilical que lo había unido al PC durante tantos años.
Resignado, afrontó la idea de que ahora tendría que reinstalar todo desde cero. Vaciar cualquier rastro de la presencia de Clicky, de su configuración, su memoria, su control. Lo mejor sería solicitar a la empresa un ordenador nuevo, sin trazas de su prolongado uso. Sí, eso haría. Debía romper, a su pesar y de manera drástica el larguísimo nexo que había forjado con Clicky.
Mientras terminaba de decirse por esa actuación, pensó que aún tenía un arreglo provisional. Recordó que, antes de existir las ventanas, las pestañas y los mouses, todo se hacía mediante combinaciones de teclas. En su tiempo, había llegado a dominarlas con tal maestría que, cuando llegaron los ratones, las ventanas y las pestañas, su productividad era envidiable, pues no necesitaba levantar los dedos del teclado para hacerse con el ratón, desplegar cada menú, buscar las opciones, ni hacer clic en los programas que necesitaba. Era muy fácil, bastaba con pulsar al mismo tiempo, o en sucesiones bien definidas, varias teclas diferentes. El método era tan eficaz, que aún se podía usar en casi todos los programas actuales. Todavía podría ejecutar las mismas funciones cuyo control le había arrebatado ese ratón en su nueva «personalidad», abducido, sin ninguna duda, por alguna inteligencia artificial, de esas que ahora lo invadían todo.
Cuando levantó la mirada, aún seguía ahí la minúscula flechita del cursor, dócil, inmóvil pero parpadeante sobre la pantalla. Estaba esperando algún comando, alguna interacción del usuario.
Fue entonces, un instante antes de que sus dedos volvieran a posarse sobre el teclado, cuando el cursor dio un saltito. Era insignificante, pero recorrió la distancia suficiente para que su corazón se detuviera por un instante. ¡Clicky seguía allí!, incluso sin conexión. ¿Era posible? Decidió no moverse. Observó, sintiendo su propia respiración algo agitada, cómo el pequeño icono en pantalla temblaba, atento. Sabía que no podía ser lo que estaba imaginando, pero tampoco podría confirmar lo contrario. Quizás, los restos de su configuración hubieran hecho innecesario su contacto con la mano, y ahora se movía al dictado de cualquier otro impulso desconocido.
Suspiró y apoyó las manos en las teclas, apretó los labios, y se decidió a ejecutar el comando definitivo: un reinicio total. Y otra vez, antes de que pudiera seleccionar nada, el cursor se desplazó por su cuenta, suave pero preciso, lentamente, hacia la equis de la esquina superior derecha de la pantalla. Probó el teclado, pero no obtuvo ninguna respuesta, ni con las flechas, ni con las combinaciones Alt+F4 o Ctrl+Alt+Supr. Por fin, cuando resonó el clic sobre el diálogo del comando de reinicio, surgió una notificación emergente, con un mensaje desafiante:
«¿Estás seguro de que quieres continuar con esto?»
Su dedo vaciló sobre la teclas. Por un segundo, se planteó ignorar lo que veía. Quizá un fallo, otra coincidencia. Sin embargo, Clicky se adelantó una vez más. Otro clic, ahora sobre la casilla de «Aceptar» resonó en los altavoces del equipo, que volvió a funcionar con voluntad propia.
La pantalla se oscureció.
En ese punto, el usuario creía que todo había terminado por fin, pero un poco antes de que el negro cubriera por completo la pantalla, aún apareció un último mensaje, acompañado del sonido de un gong, más aterrador incluso que el anterior:
«Siempre estaré aquí»
El ventilador del equipo se detuvo, y solo quedó el silencio.