Botones simpáticos
Relato nervioso
Antuán
3/19/2024
En el transcurso de una clase de biología de bachillerato, la profesora se esforzaba con escaso éxito en que entendiéramos el mecanismo de la conexión entre las neuronas del sistema nervioso. Lo hacía con la ayuda de una presentación en la pantalla muy desfasada, con una estética muy sosa, como del siglo pasado, en la que podía verse un dibujo esquemático de una neurona, quizás dibujada a mano, con todas sus partes, las dendritas, el núcleo, el axón, la capa de mielina, las terminales de los axones y, por fin, los botones sinápticos. Los nombres se vinculaban a la porción de la neurona que representaban mediante una línea recta rematada en punta de flecha. Un clásico.
El único efecto que esta relación de nombres provocaba en los presentes era, además del aburrimiento, un sopor y una pereza insalvables, en especial sabiendo que todo eso era materia que entraría sin ninguna duda en el examen del viernes siguiente.
Con la mínima chispa de motivación que aún me quedaba, me puse a repasar en mi mente los extraños nombres, más propios de animales o insectos que de algo que pudiéramos tener en el cuerpo, aun sin conocerlos. No ayudaba mucho la silueta de la neurona, que evocaba un extraño lagarto, de cola larga y muchas patas, cortas y mal proporcionadas.
La última flecha fue la que picó mi curiosidad, o mi sonrisa, y lo hizo cuando por un error de lectura interiorizada dije, sin pronunciarlo, «botones simpáticos». Casi se me escapa la risa, pero la contuve a tiempo, y seguí atento a la exposición, que ahora versaba sobre los neurotransmisores y otros elementos funcionales del sistema nervioso. En mi caso, el tono monocorde de la voz de la tutora iba quedando relegado a un segundo plano, pues el primero lo ocupaba, como en un bucle sin fin, el juego de palabras simplón que acababa de regalarme para hacer la sesión de biología más llevadera.
La tenue atención que había prestado caducó enseguida. En pocas décimas de segundo, mi cabeza desconectaba de lo que allí se exponía y, por cuenta propia, se puso a divagar, con su parte física apoyada sobre una de mis manos, que la mantenía en una posición perfecta para evitar las sospechas de la docente. Nunca sabré si fue la presión de esa mano sobre el lado derecho de mi cuello la causante de esa agradable ausencia que estaba experimentando.
En mi ensoñación, me salían botones simpáticos de los pies. Mi cuerpo era delgado y largo, todo muy loco, con el pelo tan desmadejado como las dendritas de la trasnochada imagen de la pantalla; ya no necesitaba las manos, ni otras extremidades o salientes corporales, como las orejas, la nariz o incluso los ojos, pues desde los curiosos botones llegaban cantidades ingentes de información, como ya tenía que saber, gracias a los neurotransmisores que se movían entre las neuronas. Mis botones simpáticos se esforzaban en traducir todo para que la neurona madre no se perdiera ni un detalle de lo que sucedía a su alrededor. Lo mejor era que lo hacían sin perder jamás su sonrisa y amabilidad característicos.
Y fue entonces, en un acto de gravedad tanto física como metafórica, cuando mi mano claudicó debido al peso que llevaba rato soportando. El batacazo contra el pupitre resultó tan antipático para mí como revelador para el resto de los presentes, mientras sufría cómo todos los botones, axones, capas de mielina, núcleos y dendritas de mi barbilla se compinchaban para transmitir con odio neuronal el dolor hacia mi cerebro.
Recuerdo que la profesora fue la única que se mostró algo empática conmigo, o eso creo, pues solo me dijo algo como que en el castigo llevaba la penitencia, y me sonó bien, dadas las circunstancias.
Por cierto, aprobé con nota.