Ninjas con diccionario
Los buenos traductores son auténticos guerreros invisibles
ESCRIBIENTES
Antuán


La tarea de quienes nos dedicamos a la traducción siempre se ha comparado con la de los ninjas: invisible, silenciosa y esencial. Trabajamos en la penumbra, trenzando las palabras y reconstruyendo frases en el idioma de destino con la precisión de shurikens bien orientados. Cada palabra tiene que dar en el blanco con tal exactitud que el lector ni siquiera note su presencia. Esa es su magia. Porque si el traductor se hace visible, es señal de que algo ha fallado. Su misión es actuar y desaparecer, dejar que las frases fluyan con naturalidad, como si la obra nunca hubiera sido escrita en otra lengua.
Ser ninja de las palabras no es tarea sencilla. Al igual que los antiguos guerreros orientales, que pasaban años perfeccionando técnicas de combate y camuflaje, los profesionales de la traducción dedican gran parte de su vida a dominar las sutilezas de dos o más idiomas. Estudian reglas gramaticales, memorizan excepciones, absorben matices culturales y desactivan trampas semánticas sin que nadie lo advierta. Como los ninjas, operan en dos mundos: el del texto original y el de la lengua de destino. Y no basta con entender ambos idiomas; deben dominarlos como un arte marcial. En ese equilibrio entre fidelidad y fluidez reside su verdadero arte.
En medio de esta pugna ha surgido un nuevo contendiente: la inteligencia artificial, la temida IA. Rápida como un relámpago y fría como el filo de una katana, promete hacer en segundos lo que a un humano le llevaría jornadas completas. En un principio, parecía que esta tecnología iba a acabar con la labor de los trujamanes. Como si un ejército de máquinas hubiera llegado para desplazar a los guerreros tradicionales, relegándolos a la mera tarea de «posteditar» traducciones mecánicas. Para alivio de los lectores y de la creación literaria, la IA —por ahora— carece de la intuición, la creatividad y el toque humano que todo buen traductor-ninja necesita para cumplir su misión.
Es cierto que la IA es veloz. Puede procesar millones de palabras en un instante, pero lo hace con la sensibilidad de un autómata lanzando estrellas afiladas, guiado únicamente por algoritmos bien entrenados. Aunque alcanza una precisión sorprendente, la IA no entiende el alma de las palabras. Desconoce los matices, los juegos de significados, los dobles sentidos. No sabe de emociones, ni de los amores y odios que laten en una novela. Para eso, se necesita un traductor real, alguien capaz de moverse entre culturas como un ninja entre las sombras, sopesando significados, tonos y estilos con una destreza que las máquinas apenas pueden imitar. Porque traducir no es solo una cuestión técnica; es un arte. Un golpe bien dado no es necesariamente el más rápido, sino el que llega en el momento justo y desde el ángulo exacto.
Hoy en día, el ninja de las palabras enfrenta otros desafíos igual de importantes. Uno de los más duros es la infravaloración de su trabajo. Mientras que las superproducciones sobre otros guerreros y superhéroes en pijama —y sí, los traductores también trabajan en pijama, para qué negarlo— reciben cuantiosos reconocimientos económicos, los currantes del teclado suelen lidiar con tarifas miserables, plazos imposibles y un reconocimiento que con frecuencia brilla por su ausencia. Por alguna razón misteriosa, su labor es vista como algo secundario, aunque sea esencial para que una obra llegue a audiencias de otras lenguas. Como si cualquier persona con acceso a Google Translate o DeepL pudiera hacer lo mismo. «¡Son solo palabras!», dice quien regatea tarifas como si estuviera en un mercado de especias. Luego, sin titubear, pedirán la traducción de una novela de quinientas páginas, llena de referencias culturales, poesía y juegos de palabras, en un par de semanas... y todo por el salario de un ninja aprendiz. Eso sí, cuando la obra llegue al público, nadie deberá dudar de su calidad. Todos disfrutarán de la historia, y pocos recordarán al guerrero que pasó meses en la oscuridad, sudando cada frase y cada giro para lograr ese resultado.
Aunque traductores y traductoras de ficción reciban sus regalías, un importante triunfo es ver cada vez con mayor frecuencia sus nombres en las portadas de los libros que han traducido. Un reconocimiento merecido, aunque discreto, es compartir espacio con el autor. Por fin, el ninja de las palabras se quita la máscara y sale de las sombras para ser identificado por su labor esencial.
Pero no todo es sufrimiento en este antiguo oficio, aunque a veces parezca que somos un gremio de quejicas, al menos de puertas adentro de nuestros templos. A pesar de las tarifas humillantes, los plazos absurdos y el anonimato casi forzado, los guerreros enmascarados de las palabras disfrutamos con lo que hacemos. Hay algo profundamente gratificante en desentrañar un texto y hacerlo accesible a un nuevo público. Es como si, tras infiltrarse en un castillo lleno de laberintos y trampas, el ninja se sentara en la torre más alta a contemplar el amanecer, satisfecho de haber cumplido su misión. La sensación de haber logrado lo imposible, de haber trasladado no solo palabras, sino emociones, historias y culturas, hace que todo valga la pena. Y sí, quizá nadie te haya visto ni mencionado, pero en cada frase que fluye con naturalidad en otro idioma, queda la huella silenciosa del traductor.
Aunque la IA siga avanzando y las tarifas continúen congeladas en el tiempo, los traductores de ficción seguiremos haciendo nuestro trabajo con discreción. Invisibles, sí. Peor pagados de lo que merecemos, también, pero ¿cruciales? ¡sin duda!
Quién sabe, tal vez un día, cuando las máquinas lo hayan conquistado todo, la gente llegue a añorar al héroe anónimo de carne y hueso, con su paciencia, ingenio y capacidad para moverse entre dos mundos sin dejar rastro. Hasta entonces, seguiremos aquí, en las sombras, traduciendo y esperando el próximo desafío. Porque, como buenos guerreros, nunca dejamos de entrenar.