Pantagruel no es nombre de musa
Relato glotón
Antuán
Lo de escribir, sí, he dicho escribir, bajo el influjo de una comilona pantagruélica no es tarea fácil, no señor. Imagínate, con la panza llena y el cerebro lento, los dedos a su bola, como si no supieran que deben agarrar con la firmeza mínima una pluma que exuda tinta por hilitos sobre un papel pautado, todo lleno de líneas horizontales burlonas que ves convertirse en renglones demasiado torcidos para tu creatividad. Es casi milagroso llegar al final de cada página sin desparramar demasiado.
En esos momentos de embriaguez culinaria —y también enológica, obvio— es cuando el autor, o mejor dicho, este pobre diablo que intenta serlo, recuerda la maldición latina: lettera scripta manet, que resuena como un eco entre sus sienes. No es para menos, porque lo que escribes se queda, y la responsabilidad te agarra por el cuello, te sacude y te deja temblando.
Al final, no queda otra que aceptar la derrota, dejar el intento de plasmar algo coherente, y rendirse a la evidencia de que, en estado de saciedad extrema, las palabras se rebelan, y la congruencia se convierte en un lujo inalcanzable.
Con un suspiro resignado, el autor cierra el cuaderno, deja la pluma y se promete a sí mismo que la próxima vez no tratará de encontrar su inspiración en el fondo de un plato. O al menos, eso espera.