Mensaje de mí mismo
Relato retrofuturo
Antuán
«¿Y si pudieras?», me susurra una voz, tan mía como el latido de mi corazón. Es una pregunta que me incordia, recurrente, aprisionada en el cerebro desde hace algún tiempo. Tiene un tono impostado, pero no me engaña.
En el silencio de mi laboratorio, donde la penumbra apenas se altera por el parpadeo perezoso de un monitor, buceo entre reflexiones que se entrelazan más que las raíces de un árbol centenario.
«¿Y si pudieras enviar un mensaje al pasado?», insiste. La idea es de una novela de ciencia ficción, pero aquí estoy, dándole vueltas, teorizando sobre ella con una seriedad pasmosa. La comunicación a través del tiempo siempre me ha fascinado. «Absurdo» me reprendo, aunque la semilla ya está brotando.
Me levanto y camino en círculos, como un tigre enjaulado.
«Pero, ¿y si...?», de nuevo el eco, que ahora rebota entre esos rincones oscuros donde la lógica y la razón temen cruzarse. «¡No existe tal tecnología!», me respondo, o eso pensaba hasta hace poco. «Mis investigaciones, que he ocultado incluso a mis colegas más cercanos, sugieren otra cosa. Hay una posibilidad, una grieta ¿una arruga? en el tejido de la realidad tal como la conocemos», me explico.
Dispuesto a acabar con esta incertidumbre, me siento frente a la pantalla.
«Si pudieras enviar un mensaje al pasado, ¿qué pondrías?», tecleo, al principio del código de un algoritmo que nunca quiero terminar ni ejecutar. La cuestión está cargada de consecuencias inimaginables, pero para mí, la respuesta es simple: «Corregiría el error que me ha perseguido toda mi vida, la decisión que desvió mi camino y que me ha llevado a este estado de perpetua reflexión».
Con manos temblorosas, completo el programa con la respuesta. Solo debo usar palabras sencillas, expresiones directas, sin neologismos. Van destinadas a mí mismo en un pasado no tan lejano. Enumero advertencias sobre decisiones críticas, personas en las que confiar y aquellas a las que debo evitar, sitios, ambientes, creencias falsas. «Sobre todo, no te dejes llevar por el orgullo», termino, en lo que me parece una ironía al aconsejar a mi yo del pasado.
Sin reconsiderar nada más, ni nada menos, activo el mecanismo. La sala se sumerge en un zumbido eléctrico, las luces parpadean. Por un instante, el mundo entero parece contener la respiración. Por último, silencio. Nada cambia, o eso parece. La decepción me encoge el estómago con su frialdad. «¿Qué esperabas?» me reprendo. Pero entonces, la pantalla cobra vida, acompañada de los avisos sonoros de una nueva cadena de correos electrónicos. El latido de mi corazón golpea mis sienes. Acierto a pulsar el ratón y abro el más reciente.
«¡Es un mensaje de mí!», pero no el yo que conozco. Es de un yo que tomó decisiones diferentes, que vivió una vida que ahora nunca conoceré. El mensaje es breve, pero inequívoco: «Gracias. Lo hiciste posible. Disfruta del mundo que has creado».
En ese momento, un temblor recorre mi ser, y la realidad misma parece tambalearse. Corro hacia la ventana. El mundo parece el mismo, pero estoy seguro de que ha cambiado. He enviado un mensaje al pasado y he alterado mi propio futuro, ahora presente. «¿En qué vida estoy?»
Mientras me enfrento a esta nueva realidad, un último pensamiento me atrapa, más aterrador que todo lo imaginable:
«Si yo he podido hacerlo, ¿quién más habrá sido capaz?»