La siesta sagrada

Un relato felino

Antuán

2/7/2024

a black cat walking across a brick walkway
a black cat walking across a brick walkway

Desde el segundo primero —valga la aparente contradicción, que también lo sería «desde el primer segundo»—, los ojos del felino, acostumbrados por naturaleza a la oscuridad, se centraron en algo que emitía un brillo anómalo desde el fondo de la sacristía. Alguien había dejado al descubierto el gran cáliz de Talartino, el orfebre más famoso de la región. Es obvio que el bicho no sabía nada de eso, y que su estado de alerta solo se debía al haz reflejado que había turbado su descanso, alejado de la calorina del exterior, en una tórrida tarde veraniega.

Su estancia en el lugar sagrado estaba bendecida por don Josué, el párroco, que le dejaba acceder y moverse por la ermita, en una suerte de quid-pro-quo, tú me libras de ratones y yo te dejo dormir a la sombra en verano y al calor en invierno. Además del brillo, un ruido diferente del que hacían los ratones atiesó automáticamente su orejas. No, no pensó «¡aquí hay gato encerrado!», porque no era cierto, además, los gatos no piensan, pero su instinto sí le indicó que debía abandonar enseguida su escondite y hacer honor a esa curiosidad que podía matarlo, cosa que tampoco sabía, porque no podía leer ni entender de refranes.

El peludo se dirigió al exterior de la iglesia. Allí, junto al camposanto que rodeaba el edificio medieval, unas margaritas marcaban con timidez los bordes de los minúsculos senderos que dejaban libres las lápidas de los enterramientos. Al igual que los que allí descansaban en paz para los restos —o los restos que allí descansaban para siempre, que también sirve—, las flores se beneficiaban de la salida del sol por el Este y se nutrían de su presencia durante toda la jornada, hasta el anochecer. La creencia de que los muertos podrían ver el amanecer o Jerusalén si por alguna razón se incorporaban estaba muy extendida, y eso dictaba la orientación hacia Oriente de muchos cementerios antiguos de la cristiandad.

Las margaritas llegaban hasta una de las esquinas del perímetro mortuorio y lo atravesaban por un hueco para fundirse con millones de sus congéneres que se extendían hasta donde llegaba la vista.

De repente, agazapado entre las lápidas y las flores, el animal distinguió la figura inconfundible de una mujer muy diferente a la que veía a diario pintada en las paredes de la parroquia. Esta era pelirroja, alta y no llevaba túnica ni le salía nada amarillo por detrás de la cabeza, aunque el pelo deslumbrante, a contraluz con el sol de media tarde casi lo llegaba a confundir. La mujer, a pesar de sus esfuerzos por ocultar algo entre las manos con un extremo del vuelo de su falda vaporosa, no se daba cuenta de que por debajo del amasijo de tela asomaba el pie de la misma copa de plata y brillantes cuyo destello había cercenado unos minutos antes la siesta del devorador oficial de roedores.

Al final, aclarado el misterio, el pequeño mamífero obedeció a su instinto, que le urgía a regresar al interior, pues ya apretaba demasiado el calor como para seguir con pesquisas que no llevaban a ningún lado.