La soledad del escritor

Ese monstruo al que odiamos pero que tanto necesitamos

ESCRIBIENTES

En una cantina que huele a historia rancia y vino barato, en algún rincón olvidado de un París que ya no existe pero que insistimos en evocar, estamos cuatro almas en pena fingiendo que somos el último reducto con vida del mundo literario más fetén. Nos rodean paredes cubiertas de garabatos y promesas incumplidas, y en el centro de la mesa, un cenicero lleno de huesos de aceituna y una botella de tinto que solo se vacía despacio debido a lo mediocre que es su contenido.

—Escribir es un acto solitario —dice Pierre, el más taciturno, un chaval de barba desaliñada y gafas con tanta mierda que probablemente vea el mundo en color sepia—. Lo he leído en una de esas páginas de talleres para escritores. Ya sabes, esos que te enseñan a ser Hemingway por una pasta al mes.

Me río, porque yo también lo había leído.

—¿Y qué te pareció? —le pregunto—, ¿te iluminó el alma esa revelación, o te dejó más solo con tu amargura?

—Lo segundo —responde, dando un trago a su vaso—, te pintan la soledad como algo romántico, ¿no? El escritor como alguien encerrado en su torre de marfil, sin ruidos o interrupciones que espanten a las musas que pudieran acercarse. Todos sabemos que, en la práctica, es más como estar atrapado en un cuarto con eco, donde solo escuchas tus propias tonterías y empiezas a dudar de todo lo que escribes.

Marie, la única con algo de cordura en este lugar, se ríe y le reprocha, con la cabeza apoyada en su mano:

—Siempre con el drama, Pierre. Si tanto te molesta estar solo, ¿por qué no escribes en un café? Es lo que hacía Sartre, ¿no?

—¿Y qué ganó Sartre? —interrumpe Luc, que hasta ahora estaba concentrado en su vaso—: un Nobel que rechazó. Yo también escribiría en un café si supiera que alguien va a querer darme un premio por mis estupideces. Pero escribir solo es parte del pack, ¿no? Si quisieras compañía, serías músico o, peor, político.

—Es fácil decir eso aquí y ahora —añado—, pero cuando estás solo frente al teclado, el romanticismo se esfuma. Es como un mal matrimonio: al principio te emociona, eres el protagonista de una película de autor. Luego pasa el tiempo y te das cuenta de que estás atrapado, hablando contigo mismo porque no hay nadie más que se interese por lo que cuentas.

—Escribir no tiene que ser así —dice Marie, dando voz a la razón, menos mal que aún nos aguanta—. Podrías compartir lo que escribes con amigos, trabajar en talleres, socializar con tus escritos, ¿redes sociales?

Luc suelta una carcajada tan abrupta que casi empuja la botella por la patada involuntaria que sacude la mesa:

—¿Qué comunidad ni que…? ¿Un grupo de escritores desesperados por leer sus propios textos mientras fingen que les importa lo que tú has escrito? No, gracias. Prefiero mi cuarto y mi miseria.

Pierre asiente, y yo no sé si está siendo irónico o si de verdad está de acuerdo, cuando dice:

—Lo de Marie tiene sentido, pero, admitámoslo, nadie se convierte en escritor para ser sociable. Si quisiera gente, me uniría a un club de ajedrez. Lo que queremos es el momento de claridad, ese segundo en que todo encaja y sientes que lo que escribiste vale la pena, aunque sea solo para ti.

Ahí está, ¡la gran mentira! Porque, aunque nadie lo dice en voz alta, todos sabemos que no escribimos para nosotros mismos. Escribimos porque queremos ser leídos, porque queremos que alguien, en algún lugar, diga: esto importa. Lo que pasa es que admitirlo arruinaría la magia, así que seguimos con la historia —narrativa, la llaman ahora— de la soledad heroica, como si estar solos nos hiciera mejores.

Marie, que siempre parece saber lo que pensamos antes de que lo digamos, decide interrumpir el último silencio incómodo:

—¿Entonces, que se te ocurre que hagamos con esta soledad?, ¿nos resignamos? ¿nos burlamos de ella, o seguimos leyendo consejos en webs para escritores hasta que encontremos la fórmula mágica?

—Te burlas de ella —respondo—, eso es lo que he hecho hoy. Me sentía tan seco de ideas que terminé leyendo uno de esos artículos que te dicen que aproveches la soledad, como si fuera un regalo de los dioses y no una condición autoimpuesta. Así que decidí reírme del asunto y contarlo en un relato breve para mi web. A fin de cuentas, si no puedes reírte de lo patético que es escribir durante horas solo para borrar todo al día siguiente, entonces ya has perdido la batalla.

Luc sonríe y anuncia:

—Por fin algo sensato. Reírse es lo único que nos queda. Bueno, eso y el vino. Tal vez más el vino, si fuera de más calidad.

Pierre se levanta, vaso en mano, y hace un gesto como si fuera a brindar:

—Por la soledad del escritor. Ese monstruo al que odiamos pero que tanto necesitamos, porque, seamos sinceros, sin ella no escribiríamos ni una línea. Al menos ahora sabemos que no somos los únicos jodidos.

Marie levanta su vaso, siguiéndole el rollo:

—Por la soledad bien acompañada. Y porque, a pesar de todo, seguimos aquí, intentando escribir algo que valga la pena.

Nos unimos en el brindis y, durante unos segundos, la soledad nos observa desde nuestro exterior. No importa cuándo volvamos a nuestras habitaciones vacías, a nuestros escritorios desordenados y a la duda constante de si alguna vez seremos lo suficientemente buenos. Por ahora, estamos juntos en este garito, echando unas risas sobre nuestra miseria compartida y convencidos, aunque sea por un momento, de que todo esto tiene sentido.