Tomás

Relato atemporal

ANTUÁN

Tomás hojeaba su libro en la cafetería de la esquina. Los murmullos de las conversaciones a su alrededor parecían desvanecerse, dejándolo en una calma momentánea. Fue en ese momento cuando un hombre mayor se acercó a su mesa, pero no lo supo hasta que le dijo:

—Hola, buenas tardes, ¿te importa si me siento aquí? —dijo, señalando la silla vacía frente a Tomás.

—Por supuesto, no hay problema, no todos los días uno puede disfrutar de una buena taza de café en completa soledad —respondió Tomás con cierta ironía, sin levantar la vista de su libro.

El hombre se sentó, y fijó sus ojos en Tomás con una intensidad que rozaba lo inquietante, aunque él no se había percatado aún.

—Gracias. No es una coincidencia que te haya encontrado aquí, Tomás —dijo el extraño, con una voz lenta y cargada de misterio.

Tomás levantó la vista, por fin, y dijo:

—¿Nos conocemos? Vaya, su cara me suena, pero... no logro ubicarlo —dijo, entrecerrando los ojos, como si quisiera enfocarlo mejor para recordarlo.

—Más de lo que te imaginas —afirmó con amabilidad—, ahora no te asustes, tengo algo increíble que decirte. Soy tú, de unos años en el futuro —declaró el hombre con una frialdad que casi congeló por un momento la sangre de Tomás.

—Buen intento, joder, casi me lo trago, porque estoy leyendo una novela sobre esoterismo, pero venga ¿es alguna broma con cámara oculta? —, soltó con una risa nerviosa, mirando alrededor en busca de una.

—No. Sé que te costará creerme, pero es la verdad —, dijo el hombre, con la misma intensidad en la mirada que cuando se acababa de sentar frente a él.

—Está bien, entonces… si de verdad eres yo... dime algo que nadie más sabría —dijo, tamborileando los dedos sobre la mesa, intentando mantener la calma.

—¿Recuerdas el verano en París, hace dos años, el libro que te olvidaste en aquel café cerca de Notre-Dame...? —comenzó. Cada palabra retumbó entre las sienes del joven, en un extraño vértigo.

—Eso... nun… nunca se lo he contado a nadie —dijo, ahora ya pálido y tembloroso. Sin quererlo, su escepticismo comenzaba a desmoronarse bajo el peso de la revelación.

—Y sé mucho más. Pero lo importante ahora es que hablemos de tu futuro, de nuestro futuro —insistió el más viejo, inclinándose hacia adelante, sus ojos buscando los de su alter ego juvenil.

El sudor frío recorría la frente de Tomás mientras escuchaba cada palabra del hombre. Su boca se secaba, pero no lograba articular ninguna respuesta coherente. Sentía el peso de la verdad aplastándolo lentamente.

—No... No es posible —dijo Tomás, ahora completamente pálido. Trató de disimular su agitación, pero sus manos temblaban ligeramente sobre la mesa—. Esto es... surrealista. ¿Cómo puede ser? —insistió, rascándose la nuca, en busca de un estímulo físico para que su mente asimilara la situación.

—No es fácil de explicar. Digamos que un pequeño milagro de la ciencia, o tal vez algo más místico, ha permitido este encuentro —contó, con las manos entrelazadas sobre la mesa.

—¿Y por qué has vuelto? ¿Qué es eso tan importante que tienes que decirme? —preguntó, mientras la curiosidad empezaba a superar su incredulidad inicial.

—Estás a punto de tomar grandes decisiones, y quiero ayudarte a evitar algunos errores graves —respondió, con un tono contundente.

El escepticismo aún dominaba sus pensamientos, pero no podía evitar que una chispa de miedo y curiosidad se colara entre ellos. ¿Y si era cierto? ¿Qué significaba para él saber que su vida ya estaba trazada en una línea que no controlaba?

—¿Decisiones?, ¿errores?, ¿como cuáles? —preguntó, inclinando la cabeza, completamente cautivado.

—Por ejemplo, el proyecto en el que estás trabajando... debes replantearte con quién te vas a asociar. De ello dependerá lo que tengo planeado para el próximo año —reveló, con un intrigante tono de advertencia—, y eso es solo el comienzo —prosiguió—. También debes prestar más atención a tu salud —su voz era ahora pausada pero firme, como didáctica.

—Ya me cuido mucho —se defendió.

—No lo suficiente. Deberías volver a correr, y esa rodilla que estás ignorando ahora será un problema si no la tratas de inmediato —le aconsejó, con una mezcla de preocupación y autoridad en la mirada.

—Hablas como... bueno, como si realmente fueras yo preocupado por el futuro —dijo Tomás, forzando una sonrisa que se le torcía por la situación que estaba viviendo.

—Porque lo soy. Y porque el futuro que he vivido tiene problemas que no mereces afrontar.

—Es mucho para procesar. No estoy seguro de qué hacer con esto que me cuentas —dijo Tomás, mirando su café, ahora frío, perdido en sus pensamientos.

—No tienes que decidir nada ahora. Solo piensa en esto como una oportunidad para reflexionar con tranquilidad.

—Reflexionar, sí. ¿Y qué hay de las cosas buenas? ¿Hay algo bueno que pueda esperarme si cumplo lo que me digo, o sea, lo que me dices? —preguntó Tomás, con una chispa de esperanza que iluminaba su expresión.

—Hay algo que aún no entiendes. No se trata solo de evitar errores, sino de tomar decisiones con más criterio —dejó la frase en el aire, observando la expresión confusa de Tomás antes de continuar—. Pero no puedo decirte todo, hay cosas que tendrás que descubrir por ti mismo

—Supongo que tiene sentido. Gracias, creo. Esto... esto definitivamente cambiará mi día —dijo Tomás, sonriendo finalmente, con un gesto de resignación y aceptación en su rostro.

Después de darle algunas pistas más, el Tomás del futuro se levantó de la silla con un suspiro. Miró a Tomás, que aún lidiaba con la incredulidad y la revelación de su encuentro.

—Debo irme ahora, Tomás. Ha sido... revelador, espero que para ti también —dijo, con una voz teñida de una repentina melancolía.

—Espera, ¿cómo sé que esto no es solo un sueño?, ¿cómo puedo estar seguro de que todo lo que has dicho es real? —preguntó Tomás, levantándose de golpe.

El viejo sonrió:

—A veces, Tomás, es mejor no saberlo todo con certeza. Pero te daré algo concreto, algo que no podrías saber de otra manera —dijo, y de su bolsillo sacó un sobre.

Tomás lo abrió con cuidado y vio en su interior una fotografía de papel muy desgastada por el tiempo. Era una imagen de Tomás, él mismo, visiblemente más viejo, de pie junto a un árbol familiar en su patio trasero, sonriendo a la cámara con una mujer y dos niños pequeños a su lado.

—Esta será tu familia, en el futuro. Tu pareja, tus hijos. Aún no los has conocido, pero lo harás, y serán tu mayor alegría —dijo el hombre, cediéndole la fotografía con un gesto de la mano.

Tomás sostuvo la fotografía con manos temblorosas y se concentró en los rostros sonrientes. Luego, levantó la vista, pero el hombre había desaparecido, como si se hubiera volatilizado. Solo quedaba la instantánea, más real y tangible que cualquier otra promesa. La observó con un sentimiento de irrealidad. El papel gastado y las sonrisas distantes parecían irreales, como un eco de otro tiempo, o de otra realidad, como la que se narraba en su novela.

Salió de la cafetería en silencio, con la fotografía guardada entre las páginas de su libro. Al llegar a casa, se acercó al árbol que había visto en la imagen. Tocó su corteza áspera, pero en lugar de sentir una certeza tranquilizadora, solo lo invadió una creciente duda. ¿Estaba ya escrito su destino?, ¿debía hacer algo para que se cumpliera lo que reflejaba aquella imagen? Estaba muy nervioso. ¿Y si todo esto era verdad? Al mismo tiempo, una parte de él se resistía a la idea de un destino inmutable. ¿Estaba condenado a seguir un camino predeterminado, o aún tenía el control de sus elecciones?

Esa noche tardó mucho en dormirse. En plena agitación mental, tomo la decisión contraria: no se dejaría guiar por la promesa de su Tomás futuro. Se levantó, guardó la fotografía en un cajón y se propuso olvidarla a propósito. Prefería no vivir a la espera de algo que quizá nunca llegaría. Si aquella visión era cierta, el futuro lo alcanzaría de todos modos, sin que tuviera que buscarlo. Si no lo era, seguiría su camino, libre de ataduras intangibles.

Así fue, pasaron los años y la vida de Tomás se desarrolló de manera espontánea. Tomó decisiones aleatorias que lo llevaron por caminos inesperados y, aunque nunca formó la familia de la fotografía, cuando se acordaba de la escena, jamás sintió remordimientos. Su vida, pensaba, era suya. Ese era su logro, la mejor decisión.

Mucho tiempo después, ya jubilado, salió a caminar sin rumbo fijo, como casi siempre. Sus pasos lo llevaron hasta una calle que apenas recordaba, frente a una pequeña cafetería que sí le resultó familiar. Entró, atraído por una sensación que no supo explicarse, y pidió un café.

Mientras esperaba, miró alrededor y allí lo vio: un joven sentado en la mesa contigua a la suya, concentrado en la lectura de un libro. Tenía la misma postura que él solía adoptar en aquellos tiempos, cuando le gustaba perderse en sus novelas las tardes de soledad. Entonces, lo supo. Aquel joven era él. Tomás más joven, exactamente como lo había sido en el pasado.

Una extraña calma lo invadió. Era un bucle, un ciclo. Comprendió que no estaba allí por casualidad.

—Hola, buenas tardes, ¿te importa si me siento aquí? —dijo, señalando la silla vacía frente al joven, que asintió sin apenas levantar la vista de su libro.

—Por supuesto, no hay problema, no todos los días uno puede disfrutar de una buena taza de café en completa soledad.

El Tomás jubilado se sentó. Fijó sus ojos en su yo más joven, con una mezcla de melancolía y reconocimiento. Sabía lo que vendría después. Sabía cómo iría fluyendo la conversación, cómo cambiaría la mirada de su yo más joven con cada revelación. Lo que no había comprendido hasta ese momento era que él mismo había sido parte de ese bucle desde el principio.

Cuando su versión joven comenzó a hablar, Tomás sénior solo sonrió. En su fuero interno reconocía que, tal vez, no importaba si su vida había seguido el curso que había debido o no. Tampoco si la foto que vio años atrás representaba un futuro que nunca se concretaría. La verdadera intriga estaba en el hecho de haber vivido ese momento, una y otra vez, en una suerte de noria sin principio ni final. Después de todo, ¿no sería acaso el destino una serie de decisiones encadenadas que nos acaban llevando a un mismo punto de partida?

El joven Tomás lo miró, desconcertado por el silencio del hombre que estaba frente a él, mientras las palabras que él mismo diría a los pocos segundos ya estaban ocupando sus pensamientos.

Y así, el ciclo continuó.