Juego de tonos

Relato fantástico

Antuán

Recuerdo aquellos días como un lienzo abigarrado de colores, los radiantes sobre los apagados, los tenues superados por los poderosos, con todas las tonalidades. Aquellos contrastes aún me persiguen. Afuera, la ciudad no dormía jamás, inundada como estaba por una luz artificial constante que borraba cualquier pesimismo. Yo era entonces un artista obsesionado por los tonos sombríos, y confieso que me costaba mucho soportar esa presencia de la claridad deslumbrante a todas horas.

Quise aliviar ese agobio con una de mis creaciones. El arte moderno me permitía las divagaciones tecnológicas más alocadas. Desarrollé una sofisticada app con la que podría añadir y regular la densidad de las sombras de cualquier entorno. Las versiones preliminares prometían diversión, y eran un soporte atractivo y muy vanguardista. Cuando estuvo presentable, la mostré en público. Galeristas, críticos y tecnólogos quedaron fascinados con mi dominio de la penumbras y sus variaciones tonales.

«¡Es maravillosa, genial!», coincidían. Entretanto, seguía experimentando con nuevos diseños en mi estudio recién ampliado. Tenía fama y dinero para lo que quisiera. Un selecto escuadrón de enajenados informáticos trabajaba para mí en la mejora de las prestaciones. Eran mi paleta de grises variados y yo la mano maestra que los combinaba y matizaba desde mi puesto de mando.

Todo iba de maravilla hasta que una noche, desde la soledad de mi despacho, oí un susurro procedente de una de mis sombras fijas, en un rincón al fondo del taller. «Alguien ha olvidado apagar un podcast» me dije, para sobreponerme al escalofrío que empezaba a recorrerme la nuca. Sí, había oído voces, pero no podía autoengañarme…

—¡Elíaaaas! —insistió la voz, ahora con un tono contundente, pero tan untuoso que impregnaba las paredes—, somos las Antiguas: tu arte nos ha desvelado.

Me sentía incapaz de comprender la magnitud de lo que se había iniciado.

—¿Quiénes sois? ¿qué buscáis? —apenas oía mi propia voz.

—Queremos existir, fluir, ser —respondieron, esta vez a coro. Las palabras rebotaron como un eco en la densidad de la noche y del local. Una de ellas prosiguió—: hubo un tiempo en que las sombras éramos pasarelas entre mundos; un día, quienes temían nuestro poder nos expulsaron aplicando una luz perenne sobre nosotras, y nos anularon. —La sombra continuó con el relato de épocas históricas que ellas habían protagonizado, y que siempre se habían denominado «períodos sombríos de la Humanidad», y lo entendí mejor.

El avance de las Antiguas se produjo con extrema rapidez. Tras reabrir esos pasadizos, mi obra hacía posible que regresaran. La singular entidad inmaterial comenzó a inundarlo todo. La gente desaparecía, engullida por enormes manchas que se confundían con el relieve del suelo, los edificios desaparecían a la vista de todos, una especie de ceguera inutilizaba el universo conocido que funcionaba siempre de día.

—¡Tienes que parar esto, Elías!, ¡haz algo! —me urgían mis colegas. Tenía que decidir entre adentrarme en el territorio de los grises, con sus promesas de poder ilimitado, o preservar la realidad refulgente que conocíamos.

Mediante ingeniería inversa, mi equipo diseñó una segunda app que cegaría aquel tenebroso conducto para siempre. Poco antes de iniciar la aplicación, las Antiguas del primer contacto se opusieron con toda su negrura. Conocían mi propósito y querían disuadirme de proceder a su renovada extinción.

—¡Elías, únete a nosotras!, ¡dominarás la oscuridad! ¡serás amo y señor de las tinieblas! —insistían tentadoras, pero yo tenía otros planes.

Al final, en un acto que suprimió mi creación y quebró parte de mi alma, restablecí el equilibrio. La luz retornaba, ahora natural, tibia y cautelosa, y las sombras se replegaban a su dormir envejecido. Desde entonces, mis obras rebosan de tonos rutilantes.