Tonto, más que tonto

Relato vecinal

COLABORACIÓN

Juan Antonio Illán

Que incómodo resulta, más que una piedra en un zapato, encontrarte con un calendario de fotos de las niñas de la urbanización en el piso de un vecino llamado Eduardo. Laura en bikini saltando a la piscina es enero, María jugando al baloncesto en pantalones cortos, es la de febrero, en marzo tiene a Lucia abrazada a su perrita y así hasta junio.

¡¿Qué mala serie de sucesos me han llevado ante esta disyuntiva?! Mi mujer diciéndome que subiese a pedirle una sierra de calar al vecino.

—¿A ese rarito? —le contesté— Si apenas le conozco. Y qué va a tener él una sierra.

—Que sí. Que le he visto cortando madera en su terraza.

Mi mujer es la cotorra que se esconde tras el visillo de la ventana espiando a los vecinos. Sabe más cosas de sus vidas que de la propia.

Yo subí con la esperanza de no encontrarle o de que no me abriese, pero estar estaba y abrir abrió.

—Hola, Eduardo, perdona que te moleste. ¿No tendrás una sierra de calar para prestarme?

—Hola, vecino, pues sí que tengo. ¿Quieres pasar mientras la busco?

No quería, pero las convenciones sociales hacen hacer lo que nadie quiere.

—Pasa a la cocina y cógete una cerveza mientras esperas, que igual me lleva un ratito encontrarla.

Mira que a mi la cerveza no me gusta, pero no sé decir que no ante un extraño. Y ahora estoy aquí en su cocina enfrente de su maldito calendario. ¿Cómo un hombre que tiene esta barbaridad colgada de los azulejos no tiene la precaución de dejar a los vecinos en la puerta?

­—Pues no está en este armario —me dice desde el pasillo­—. Voy a buscarlo al dormitorio.

¿Se habrá acordado de lo que tiene en su cocina y ahora anda dando vueltas a como salir de este embrollo? De cosas así no se sale indemne. Es demasiado perverso. Esto es un arruina vidas. ¿Y si ya no está buscando la sierra y busca un cuchillo o una pistola? ¡Tengo que salir de su casa! Pero qué coño, si sabe dónde vivo. Vendrá a buscarme.

—Mi mujer me está esperando —digo.

¿Pero qué demonios me pasa? Ahora la matará también a ella. Cago en mi suerte. Ojalá no supiese nada. Me va a matar y hacerme pedacitos. No le queda otra.

—¡No! No te vayas que seguro te la encuentro —me grita desde su cuarto.

Tranquilo, tranquilo. Respira. Igual solo le gusta ver a las chicas, como quien le gusta ver a pájaros y les saca fotos y después tiene el mal gusto de compartirlas y hablarte de sus picos y el contraste de color de sus plumas. Niñas o pájaros. Pájaros o niñas. Unos tienen un rollo minoritario mientras que el Eduardo es un puto pervertido.

Igual no se ha dado cuenta de que he visto lo que he visto. ¿Y si me voy a su salón y hago como que no he visto nada? Y después, ¿qué hago? ¿Corro la voz de que es un salido? Sabrá que he sido yo y se vengará con ese cuchillo que tiene en su cuarto. O con una escopeta, o un picador de hielo. ¿Por qué coño habré subido?

—Venga sube ya —dijo mi mujer— que Clarita tiene que entregar su trabajo el viernes y necesita la sierra.

¡Joder! Mi hija Clarita. ¿Tendrá una foto suya? Tiene la edad de Marta que me sonríe desde el calendario con la raqueta de tenis y la minifalda blanca de tenistas que deja ver sus largas piernas bronceadas. Tengo que ver el resto del calendario. Julio, Carmen; agosto, Miriam; septiembre, la otra Lucía; octubre, la niña de las gafas que nunca me acuerdo de su nombre; noviembre, Sonsoles; diciembre, Noelia. Toda la puñetera pandilla de mi hija.

Eduardo sale del dormitorio con una caja.

—Aquí está —me dice.

Me ve junto al calendario. Ya no hay marcha atrás. Le tengo que soltar algo.

—¿Por qué no tienes a Clarita? ¿Qué tienen estas niñas que no tenga mi hija?