Unheimlich
El acantilado
ANTUÁN
Antuán
El día que visité la costa de Dover, me resultó imposible no recordar la cantidad de películas y fotografías bélicas que había visto con aquel paisaje recio e inexpugnable como protagonista de fondo. Los desafiantes barrancos constituían sin duda un motivo de euforia para barcos o aviones que tenían esa costa como punto de referencia final de una dura travesía desde el Continente.
Hoy debo confesar que los acantilados ejercen sobre mí una atracción que a veces se torna espeluznante. Con el tiempo, he sabido que no soy la única persona que experimenta esa fuerza invisible que descarrila el sistema nervioso y arrastra consigo también al respiratorio. Si tuviera que hacer una estadística, los resultados motivarían quizás el escrutinio profundo de los psiquiatras, si es que algún asunto de la psique se pudiera convertir en objeto de análisis, solo porque lo padezcan muchas personas. El caso es que entre quienes he preguntado hay una llamativa proporción de individuos que son presa de la misma curiosidad insana cuando se aproximan al borde de un precipicio. Me refiero a las ganas de lanzarse al vacío sin pensarlo, sin más.
Lo normal es que esa pulsión no pase de ahí. Seguro que solo hay un infinitésimo cupo de sujetos que llegan a precipitarse desprovistos de algún parapente u otro artilugio que evite el efecto letal de esa vivencia única. Diría que quienes planean hacerlo no se toman la molestia de avisar antes, para registrar su situación en una encuesta acientífica como la que planteo. Los investigadores carecen de sujetos humanos supervivientes válidos para profundizar en las motivaciones comunes de los infortunados implumes.
La curiosidad me lleva más allá, pues me gustaría saber si existe algún factor oculto, sin duda siniestro, que nos impulse a desafiar a la naturaleza, a sabiendas de que el resultado no es nada incierto. Dónde está el origen de ese susurro interior que nos dice «¿y si me tiro y mando todo a la mierda?», «seguro que llego al suelo ya muerto, de un ataque al corazón, o cualquier otra cosa, pero, hasta entonces, el subidón de adrenalina tiene que ser brutal». También hay quien suspira, con el pulso recuperado, y dice «¡cómo envidio a las aves! ¡si tuviera que pedir un deseo a un genio, sería poder volar».
Estas reflexiones, al menos las del primer grupo, mueren a los pocos segundos de nacer, tras un repelús que provoca en el organismo una súbita inspiración nasal y un escalofrío momentáneo que nos devuelve a la racionalidad y, sin más, continuamos disfrutando del paisaje o de la compañía como si nada hubiera tensado nuestros pensamientos, si quiera por unos segundos.
El otro motivo, más inofensivo, el deseo de volar, lleva ocupando las mentes desde tiempos inmemoriales, y no tiene nada de inquietante.