En el metro

Filosofía de vagón

COLABORACIÓN

Juan Antonio Illán

Entré al metro como cada día. Los domingos tempranito hay pocos viajeros, de los de verdad, no de los que mendigan como yo. Nosotros no nos tomamos vacaciones ni días libres. La limosna no llega para tanto.

Hoy hay un solo viajero, de los de verdad, no de los míos, así que me pongo en la cola para pedirle dinero. Cuando por fin me toca, le suelto el discurso que me sé de memoria, ya saben, el de que no tengo dinero. El hombre, un señor de mediana edad, se inclina para ver la cola de gente que hay detrás de mí. Yo hago lo mismo. Allí está el tuerto y al final del todo el mellado que saluda.

—Sois muchos —dice el señor.

No le falta razón, lo somos.

—Mire, el desdentado del final se lo gasta todo en vino, y el tuerto en ir a espectáculos pornográficos.

—Y usted, ¿en qué se lo gasta? —me pregunta.

—¿Yo? En ir a conciertos, y este mes viene la filarmónica de Filadelfia.

El hombre me mira en silencio. Debe de estar pensando si me da limosna o si vuelve a su libro. Es un libro de bolsillo que no ha podido abrir en todo el trayecto.

—¿De verdad que lo quiere para eso?

Quizá el hombre no se lo espere, pero está hablando con un filósofo que le va a enseñar algo de la vida. A decir verdad, todos los mendigos lo somos. De una forma u otra la necesidad, el exceso de tiempo y la falta de un futuro te conduce a serlo.

—¿Y en qué quiere que me lo gaste? ¿En comida, en ropa, en alojamiento? ¿No entiende que no deseo extender mi existencia? Solo quiero disfrutar un poco de la vida antes de morir, como todos esos.