Verisheh, condenada por ser libre

Relato reivindicativo con fondo real

ANTUÁN

El aire en la celda pesaba como el miedo. Verisheh Moradi sentía el cemento helado bajo su piel mientras apoyaba la espalda contra la pared. En algún lugar fuera de esas paredes, el mundo seguía girando. Aquí dentro, solo había tiempo muerto.

Recordaba cómo había empezado todo. El coche avanzaba por la carretera polvorienta cuando los disparos rompieron el cristal. Los gritos, el sonido de las balas, el ardor en los ojos por el polvo y el miedo. La sacaron tirándola del cabello, como si fuera un saco. Después, el silencio. La desaparición.

Durante semanas, su familia no supo si estaba viva o muerta. Ella tampoco. En la oscuridad de las primeras noches en prisión, se dijo que resistiría. Que no les daría la satisfacción de verla rota. Pero después vinieron las preguntas. Las amenazas. Las manos. Esas manos que golpeaban, que arrancaban, que desgarraban. Esas manos que se prolongaban en porras, mazos, cables, instrumentos para sonsacar la inútil confesión. Querían que dijera lo que ellos necesitaban escuchar. Crímenes que no había cometido. El suyo estaba decidido de antemano: rebelión armada contra el Estado.

Así llamaban a exigir libertad. Así llamaban a ser kurda y no agachar la cabeza.

El juicio fue rápido. Una formalidad. Su abogado apenas pudo hablar antes de ser silenciado. La sala estaba llena de hombres que no veían a una mujer. Solo veían un problema, y debía ser eliminado.

Ahora estaba sentada en esa celda, esperando. ¿Sería esta su última noche? Las horas pasaban como cuchillos rozándole la piel. Cada sucesión de pasos que llegaba desde el pasillo, tensaba su dañado organismo. Esta vez no eran los del guardia que la arrastraría hacia la grúa del patíbulo.

—Tienes visita.

Parpadeó. ¿Visita? Era imposible. Nadie podía entrar aquí.

Entonces, una mujer con velo apareció en la puerta. Llevaba ropa a la occidental, sencilla pero limpia, como si el polvo de esta prisión no pudiera tocarla, ojeras profundas y una carpeta bajo el brazo.

—Soy Anna —dijo con suavidad—. Trabajo para una organización internacional de derechos humanos. Estamos aquí por ti.

Verisheh no supo qué responder. Su garganta estaba seca.

—Tu nombre ha cruzado fronteras. Hay cartas, llamadas, gritos en plazas. No estás sola.

Un sollozo se formó en el pecho de Verisheh, pero lo contuvo. No podía permitirse romperse, no ahora.

—Vamos a pelear por ti —continuó Anna—. Pero necesito que aguantes. Están presionando al Gobierno. Se están moviendo.

Las palabras resonaron en la celda como un temblor. Moviéndose. Ella estaba aquí, encadenada, atrapada entre muros. Pero allá afuera, alguien movía montañas por ella.

Anna le tendió las manos. Eran cálidas, seguras.

—No te hemos abandonado, Verisheh. Ni lo haremos.

Cuando la puerta volvió a cerrarse, la oscuridad no parecía tan pesada. Por primera vez en meses, Verisheh cerró los ojos y no sintió terror. Sintió rabia, pero también algo más. Algo que parecía tan frágil como el cristal, pero tan necesario como el aire: esperanza.

Nota: este es un relato inspirado en la llamada de Amnistía Internacional para actuar en apoyo a Verisheh Moradi, activista kurda en riesgo de ejecución en Irán. Puedes unirte a la acción y alzar tu voz para salvar su vida aquí: Amnistía Internacional - Acción por Verisheh Moradi.