El último viaje

Relato muy tenso

COLABORACIÓN

Ana Parser

Mónica conducía despacio, mecida por la lluvia que golpeaba rítmicamente el techo del taxi, cubriendo los ruidos de la carretera. La luna iluminaba una bonita noche de otoño y la ciudad, tan solitaria que parecía abandonada, invitaba a perderse. Una luz en el salpicadero indicó que entraba un servicio nuevo, y la conductora activó las indicaciones de localización de la app. «Una carrera más y acabo», pensó, suspirando complacida. Era ya muy tarde y, aunque la noche era su turno preferido, había sido largo. No veía el momento de llegar a casa, comer algo y meterse en la cama.

El pasajero esperaba en una esquina, bajo una farola débil que apenas iluminaba su figura. Era alto y corpulento y llevaba una mochila colgada al hombro. Una capucha empapada ocultaba su rostro. Subió al asiento trasero sin saludar, sacudiéndose el agua de la chaqueta de cuero y dejando un charco en la alfombrilla.

—Centro— se limitó a decir. Su tono era seco, y la voz grave, casi ronca.

Mónica asintió y puso el coche en marcha de nuevo. El olor a humedad llenaba el aire, mezclado con algo más. Mónica olisqueó, y sus fosas nasales se ensancharon instintivamente, aunque en vano, ya que no logró captar nada. Buscó respuesta en el retrovisor, pero no logró distinguir los rasgos del hombre.

El móvil vibró en el asiento del copiloto. Mónica desvió la mirada, atraída por la luz verdosa. Era un mensaje de un numero desconocido: «Ese hombre es peligroso. Ten cuidado».

Frunció el ceño, confundida, y enderezó el móvil con una mano para asegurarse de que había leído bien. Lo había hecho. Se percató de que el hombre la miraba fijamente y devolvió las manos al volante, sujetándolo con firmeza. Continuó conduciendo, pero sus dedos tamborileaban levemente sobre el fino cuero.

Otro mensaje iluminó la pantalla. Volvió a mirar de reojo: «Está armado», rezaba ahora.

—¿Quién te escribe? —preguntó el pasajero, en tono frío, casi inquisitivo.

—Solo... una amiga —contestó, con la garganta tensa—. Es muy pesada —improvisó—, mal de amores.

Sintió que no había sido convincente y trató de leer alguna reacción en el hombre, pero todo en él le parecía sospechoso.

Él pareció ignorarla y también sacó su móvil en respuesta a una vibración. Sus ojos se estrecharon, y su mandíbula se apretó al leer la pantalla. Mónica notó cómo movía la mochila, colocándola más cerca de sus pies.

—¿Todo bien? —preguntó ella, tratando de no parecer nerviosa.

—Sí. — Su respuesta fue seca, cortante—Acelera, no tengo toda la noche.

Mónica obedeció y tomó un desvío. Con un ojo en la carretera y el otro en el retrovisor, vigilaba cada movimiento de su cliente.

El móvil de Mónica vibró de nuevo. «Huele a sangre. Es un asesino. Lo sabes, ¿verdad?»

Tragó saliva mientras un latido extraño se apoderaba de su pecho. «Huele a sangre», repitió en su cabeza. Ese era el olor. Su mente corría a mil por hora, su corazón galopaba, y un torrente de posibilidades se arremolinaba en su mente.

El pasajero habló de repente. El tono había cambiado, era sospechosamente amable.

—A veces no te puedes fiar, ¿sabes? Las apps, quiero decir. Nunca sabes a quién te encontrarás tras el volante.

Mónica sonrió débilmente. Tragó la saliva que se le acumulaba en la boca.

—Ni quién se sube al coche—contestó en un susurro.

Avanzaban por un tramo oscuro, bordeando un parque. Allí la ciudad se desvanecía en sombras, y los únicos sonidos eran el motor y la lluvia.

Un nuevo mensaje llegó: «¡Actúa! ¡Ya!», seguido inmediatamente de otro: «O lo hará él».

Mónica cerró los ojos un segundo, dejando que la sensación la invadiera, sintiendo su piel vibrar, erizarse. Lo había notado desde el principio: el sudor en su piel, el aroma que emanaba. Todo gritaba peligro.

—¿Sabes? —dijo él de nuevo rompiendo el silencio, con la mano metida en su mochila—. Siempre elijo victimas solitarias.

Mónica frenó y giró lentamente la cabeza hacia él. Una sonrisa se dibujó en su cara, afilada, punzante. De manera literal.

—Yo también.

Mónica se giró por completo, y sus ojos brillaron con un fulgor dorado. Sus dientes se alargaron y un aullido gutural llenó el coche.

Él gritó, sorprendido y aterrorizado, pero fue en vano. No tuvo tiempo de reaccionar. Con fuerza descomunal, Mónica lo arrastró hacia delante mientras sus garras rasgaban ropa, piel y carne al mismo tiempo.

La lluvia seguía cayendo cuando Mónica salió del coche unos minutos después. Tiró el cuchillo por una alcantarilla y se pasó golosa la lengua por los labios, lamiendo restos de sangre. Sonrió al leer el nuevo mensaje del móvil y lo guardó en el bolsillo del vaquero.

«Buen trabajo, loba. Otro menos».

Mónica miró la luna, llena y brillante entre las nubes. «Una noche perfecta», pensó, sonriendo satisfecha, antes de volver al coche.