Cuando se pudo viajar en el tiempo
Microrrelato sobre viajes temporales cortos
Antuán
7/12/2024
«Este trayecto solo podrá efectuarse con billetes de clase A», rezaba la letra pequeña del tíquet virtual, y así lo repetía la megafonía de la estación. Las categorías de los pasajeros iban en orden alfabético. Mediante un QR se accedía a unas cápsulas con las que por fin se podía cumplir el anhelado sueño de viajar a través del tiempo. El progreso no había conseguido eliminar las clases, pero las había aproximado mucho, y ahora facilitaba, por ejemplo, viajes con billetes hasta la clase F, en condiciones y precios acordes a cada letra.
Habían transcurrido pocos meses del estreno de esta innovación, cuando los ingenieros empezaron a notar, contra todo pronóstico, que las personas preferían hacer saltos temporales muy cortos. Los avances y la comodidad de los que se disfrutaba restaban interés a desplazarse hacia épocas más alejadas, como la Edad Media, la Prehistoria, o cualquier otro tiempo pasado, ni siquiera para confirmar hasta qué punto fue mejor. Se barajaban algunas razones de esta inesperada preferencia, como el temor a no regresar de un punto de la Historia demasiado desconocido, la sensación de vértigo que siempre produce un viaje lejano o simplemente la pura desidia aventurera, sin más.
Al estudiar de cerca las encuestas de satisfacción y los informes obligatorios que se redactaban al regreso de cada viaje, se observó un factor común sorprendente: una de las motivaciones más extendida era la capacidad de reconstruir momentos que solo distaban unas pocas horas de la actualidad. Los usuarios buscaban tener una segunda oportunidad para corregir el presente. Quienes reservaban billetes para ese plazo reconocían que al reproducir la decisión, las palabras o los hechos que habían originado un problema podían evitar o cambiar las consecuencias del primer intento. Era, decían, como sumergirse en un flashback de la propia vida, una especie de moviola vital, ahora facilitada por este gran invento que servía para retroceder en el calendario o en el reloj.
Entretanto, las reservas online se disparaban, y tanto los precios como las plataformas que ofrecían estos servicios se popularizaban sin freno. Tanto era así, que el efecto adverso de este boom cronotecnológico no tardó en producirse. La gente iba y venía del pasado con tanta frecuencia que los guiones no escritos de la línea del tiempo debían redefinirse a toda prisa. A su vez, esto generaba desfases y situaciones incongruentes en multitud de puntos del espacio y el tiempo. Crecía sin parar la criminalidad, el número de violaciones, atracos, abusos económicos, ¡fraudes a la hacienda pública!, entre otros desmanes. Los delincuentes habían visto qué sencillo resultaba infringir las leyes, pues les bastaba con viajar al pasado para regresar reconvertidos en personas honorables y sin tacha. Hubo quien usó el retrotraslado para librarse de compromisos, bodas, hipotecas, entregas de proyectos o contratos de cualquier otra índole que vencerían o se iniciarían unas pocas horas después. Siempre había una forma de evadirse del futuro próximo, sabiendo lo que iba a pasar. Un ladrón de bancos asesinó durante un atraco a todos los que se le ponían por delante, hasta que consiguió su botín, se lo llevó y al poco tiempo utilizó su billete al pasado inmediato para regresar como si tal cosa con el montón de dinero en la misma mochila que había facturado para el viaje al pasado. Por fortuna, los recién eliminados ahora volvían a gozar de buena salud, quizás con menos dinero en sus cuentas corrientes.
Durante un periodo las cápsulas siguieron funcionado a pleno rendimiento, pero provocaban tantos problemas que urgía buscar una solución a los efectos de estas escapadas al pasado inmediato. Había que hacerlo sin provocar aún más caos y preocupación entre la población de los que ya se sufrían. Las fuentes más contrarias al Gobierno le censuraban que, cegados por su entusiasmo y acallados por las subvenciones, los ingenieros no hubieran sabido integrar en sus algoritmos cómo reordenar con rapidez el futuro tras los cambios provocados con tan escasa antelación. No se habían planteado esa eventualidad, y era una falta de previsión inconcebible en este tipo de tecnología. Pero había sucedido.
Ante este desorden espacio-temporal, las autoridades restringieron de forma provisional la horquilla cronológica hasta la que se podía viajar. La conocida regla de los viajes en el tiempo, según la cual el viajero no debía interactuar con su entorno, y limitarse a ser un simple espectador se incumplía a diario con esta tecnología. Para colmo, además del protagonista de los hechos o las decisiones inconvenientes, también se trasladaban quienes después resultarían víctimas, damnificadas o incluso beneficiadas por aquellos hechos o decisiones que se querían enmendar.
Nadie entendía cómo era posible que los responsables no hubieran tenido la previsión de hacer uno de esos viajes, siquiera breve, al futuro, para confirmar si la decisión de popularizar estos traslados era idónea. No les quedó más remedio que cancelar cualquier modalidad de viaje a tiempos ultrapróximos. El plazo mínimo se fijó entonces en 10 años. De esa manera, se le concedía al factor tiempo un plazo suficiente para reajustar la trama general, a pesar de la intromisión de los usuarios del servicio en sus pasados.
Esa última restricción pareció funcionar. La sociedad comenzó a estabilizarse y la criminalidad y los desajustes retrocedieron algunos niveles. El ingenio humano, no obstante, ávido de librarse de ataduras legales y castraciones mentales, encontró nuevas formas de desafiar las normas. Un grupo de científicos independientes descubrió que los saltos temporales, a pesar de las limitaciones conocidas, aún ofrecían muchas posibilidades interesantes. Desarrollaron una tecnología experimental, basada en un dispositivo capaz de crear cronoburbujas, con las que una persona podría sondear un fragmento del pasado sin afectar a la línea temporal de los demás. Eran similares a las cápsulas, pero ahora efímeras, monopersonales e intransferibles, y se disolvían sin dejar rastro en el tiempo real. La gente podría corregir pequeños errores personales sin las consecuencias catastróficas de las otras modalidades.
En un principio, todo iba como estaba previsto y se aprobó su comercialización. Quienes las utilizaron revivieron y modificaron su pasado reciente sin problemas. La sociedad parecía haber encontrado por fin la solución a los problemas de la alteración temporal hasta que estas burbujas, diseñadas para ser inofensivas, empezaron a interactuar entre sí. Restos sin disolver de algunas muy persistentes se fusionaron entre sí, y dieron lugar a leves distorsiones de la realidad. Sucesos irrelevantes se alteraban e iniciaban un efecto mariposa sutil pero creciente. Algo volvía a ir mal.
Escarmentadas por los fracasos reguladores anteriores, las autoridades reaccionaron enseguida y, en cuanto detectaron estos efectos, iniciaron una investigación preventiva. Descubrieron que la acumulación de estas microalteraciones también llevaba a la inestabilidad temporal global. Las líneas de tiempo se superponían, y amenazaban con fracturar la realidad en múltiples dimensiones incoherentes. Y otra vez, a la desesperada, se tomó la decisión de desactivar todos los dispositivos de burbujas temporales y anular la tecnología asociada. No se podría volver a viajar a otro tiempo en ninguna modalidad.
Aún se tardó en volver a estabilizar lo que se había descontrolado tanto. El mundo aprendió que jugar con la cuarta dimensión, ni siquiera en el campo de la ciencia, conlleva riesgos impredecibles y problemas muy complejos. Los científicos concluyeron que el verdadero progreso debía buscarse mirando hacia adelante, sin intentar corregir el pasado, pues hasta los más viejos sabían que el tiempo, dándose a sí mismo, tenía su propia forma de arreglar las cosas.
Mientras todo esto se materializaba en una historia, su narrador, testigo singular de toda ella, tampoco pudo resistirse a la tentación de viajar al pasado próximo varias veces. Aprovechó que tenía el mecanismo a su alcance para hacer dos o tres pequeños traslados hasta los primeros párrafos y corregir algunos detalles. Nada drástico, solo unos leves ajustes que le dieran un mejor sentido, naturalidad y fluidez al conjunto. Es irónico, pero también cayó en la trampa de querer cambiar el pasado para mejorar el final. Como no lo conseguía y nunca estaba satisfecho, decidió parar y poner el punto y final... o seguido, o dos puntos: lo que quería contar ya estaba escrito.