Escribir en tiempos del woke

La nueva censura, o cómo superar el campo minado del ofendidismo

ESCRIBIENTES

¡Hola, final del primer cuarto del siglo veintiuno! Es una época en la que escribir ya no va solo de talento, creatividad o millones de copias vendidas de tu libro, aunque sigan siendo necesarios todos ellos. Ahora, esta vocación te introduce sin pedirlo en el máximo nivel, pro, de un videojuego, pero con consecuencias reales: si te equivocas en un diálogo, en un personaje o, peor aún, en un tema, no pierdes puntos o vidas virtuales, sino reputación, contratos editoriales y, probablemente, alguna de tus cuentas en redes sociales.

Antes, existía el pánico a la página en blanco; ahora, el terror al tribunal de las redes sociales y los medios de comunicación que se nutren de ellas. No importa si tienes algo que contar. Lo importante es que no se te escape nada «incorrecto». ¿Querías explorar un tema espinoso como el racismo? Buena suerte. ¿Querías crear un villano complejo y moralmente ambiguo? Prepárate para semanas de debates en Internet sobre si tu personaje perpetúa estereotipos dañinos. Porque, en la era de la sensibilidad cultural, todo escritor o escritora debe convertirse en un equilibrista, y avanzar con sumo cuidado para no caer en el abismo de la cancelación.

Las preguntas existenciales del pasado, como ¿es esta historia lo suficientemente buena? ¿estoy transmitiendo lo que quiero decir? parecen perder relevancia, ante otras dudas mucho más específicas y, francamente, muy discutibles. Ejemplos: ¿es problemático que mi protagonista sea heterosexual?, ¿mi representación de la pobreza puede ser vista como insensible?, ¿está bien si mi «malo» es «mala»?, ¿y si es de una minoría étnica?

Esto ha llevado a lo que bautizaré como el Wlokeo —engendro que no prosperá, pero que me parece muy gráfico—, un fenómeno en el que los autores no solo temen escribir mal, sino escribir algo que ofenda, aunque sea sin querer. Las víctimas no siempre serían personas reales, también pueden ser toda una militancia invisible lista para interpretar de la peor forma cada palabra, cada decisión creativa.

En este clima, la solución sería la autocensura: eliminar todo lo que podría ser considerado problemático. Esto lleva sin remedio a historias insípidas, seguras y predecibles. No hay nada más aburrido que un libro que no se atreve a afrontar riesgos.¿Recuerdas esos personajes imperfectos, complejos, volubles, a los que amabas u odiabas? Olvídate de ellos. Los personajes literarios de hoy deben tener un perfil de LinkedIn más medido que el de muchos CEO en esa red.

Te confío algunos tips: el personaje bueno debe ser inclusivo, pero no demasiado perfecto, porque eso también puede causar ofendiditis a algún lector o lectriz —hoy va de palabros—. El malo no puede pertenecer a ninguna minoría ni grupo históricamente marginado (¿por razones obvias?), pero tampoco puede ser un hombre blanco heterosexual porque, bueno, ¡qué pereza! ¿Te atreverías con una mujer villana? (truco: solo si su maldad no tiene nada que ver con su género, porque eso sería misoginia internalizada).

¿El resultado? Villanos interpretados por tornados, terremotos o corporaciones químicas o financieras. Protagonistas tan insípidos que harían emocionante a una tostada de pan sin mantequilla, y tramas que parecen más un tutorial sobre cómo ser políticamente correcto que una historia genuina.

Sigo con el repaso. La censura de estos tiempos no se detiene en los personajes. Las tramas también sufren el minucioso escrutinio del microscopio. Los grandes clásicos que marcaron momentos de la literatura moderna probablemente no habrían sobrevivido en el clima actual. Un Lolita de Nabokov, por ejemplo, sería considerado una apología del abuso infantil, ignorando que es una crítica mordaz a la perversidad humana. Las aventuras de Huckleberry Finn o Matar a un ruiseñor serían cancelados por su lenguaje —oh, wait! ¡ya lo fueron!—, sin considerar su contexto histórico y su mensaje contra el racismo.

El problema con este enfoque es que elimina la capacidad de la literatura de incomodar, de desafiar al lector. ¿Qué es la literatura, si no un reflejo de la humanidad, con todos sus defectos, contradicciones y complejidades? Si eliminamos todo lo que podría ser ofensivo, lo que queda no es arte, sino propaganda. Encima, propaganda de la aburrida, ni siquiera de la que te hace reflexionar.

Uno de los debates más populares –y cansinos– del momento es el de la apropiación cultural. Si eres un escritor que pertenece a un grupo dominante, olvídate de escribir sobre experiencias que no son tuyas. ¿Querías escribir una novela ambientada en la India? ¿Querías que tu protagonista fuera un inmigrante? Mala idea. Te acusarán de robar voces, de explotar culturas que no entiendes y de perpetuar estereotipos. Esto plantea un dilema fascinante: ¿la literatura no es, por definición, un ejercicio de empatía, de ponerte en los zapatos de otro? Prohibir escribir sobre experiencias ajenas es como prohibir a una pintora el uso de colores que no están en su piel. Pero claro, en el mundo de hoy, es más importante evitar críticas en redes sociales que explorar los límites del arte.

Hablando de redes sociales, ¿alguien se acuerda de cuando solo había que preocuparse por las críticas literarias en periódicos? Ahora, cualquier tuit de 280 caracteres podría destruir una carrera. Si has publicado un libro, te conocen y alguien decide que tu representación de un personaje es problemática, prepárate para semanas de ataques, peticiones de boicot y reseñas negativas en Amazon.

Por este camino, el futuro de la literatura será un páramo estéril. Quien se dedique a escribir tendrá tanta preocupación por no ofender que no escribirá nada interesante. Las editoriales, temerosas de controversias, solo publicarán libros que cumplan con una lista tácita interminable de requisitos. La audiencia, aburrida de las mismas historias recicladas, se alejará para buscar algo más emocionante en Netflix o TikTok.

¿Es esto lo que queremos? ¿Una literatura que no ofenda a nadie pero que tampoco inspire a nadie? ¿Un arte sin riesgos, sin pasión, sin alma? Creo que el propósito del arte no es complacer a todo el mundo, sino hacernos sentir algo, incluso incomodidad.

Tal vez sea el momento de recordar que los grandes nombres de la historia no escribieron para agradar. Lo hicieron para contar algo, para mostrar la humanidad en su forma más cruda y honesta. Si dejamos que el Wlokeo tome el control, perderemos lo que hace del arte algo verdaderamente humano: su capacidad de mostrar la verdad, aunque pique o duela.

¿Escribirías con miedo o te atreverías a caminar por el campo minado de la creatividad sin mirar atrás?