Medio día en Yibuti
Crónica relatada
COLABORACIÓN
Jorge Clavero
Estaba descalzo, como casi todos, pero me preocupaba coger hongos en los pies, o cortarme, en ese suelo que adivinaba sucio; yo no soy de Yibuti. En la estancia de unos cuatro por seis metros las autoridades nos sentamos en sillas dispuestas alrededor. En la presidencia y próximos a nuestro anfitrión, Ahmed Mohamed Yusuf, estaban el fiscal general de este país y un diputado, todos ellos del clan de los Darood Dulbahnte, al que pertenece esta familia. La pertenencia a un clan, en esta zona del planeta, marca las relaciones sociales.
Las sillas se ocuparon por estricta jerarquía y al final de la línea familiar del novio, Rafa y yo completamos el panorama. En el centro de la sala, sentado entre las dos comitivas estaba el Cadí o notario.
El representante del novio se levantó para dirigirnos unas palabras. Un hombre de unos 65 años, con aspecto respetable, vestía un fatu de cuadros marrones y blancos, la falda típica yibutí que llega hasta los tobillos, blusón blanco y un pañuelo (Imama) rojo, estilo kufiya palestina, sobre los hombros. Los asistentes pidieron a voces que cesara la música del patio. En el patio estaban a lo suyo, cantando las mujeres y jaleando los hombres que no tenían sitio dentro de la sala. Los fotógrafos que inmortalizaban el evento, desde el centro de la sala, se unieron a los que pedían silencio y el patio calló.
El representante del novio, de pie y con gesto severo comenzó un discurso en somalí. Yo no entendía nada, pero lo que veía me impresionó. Gestos, poses, vestimentas, todo era novedoso y atractivo para un europeo.
La sala tenía las paredes pintadas en ocre y el techo estaba cubierto por láminas de tableros de aglomerado. Un ventilador en el centro, giraba a máxima velocidad. En cada pared había algún adorno de plástico, cutre, de tipo todo a 100 de chino; rosas de plástico, un cuadro de plástico con dibujo de un Corán abierto, más flores… y pañuelos de gasa que ocultaban alguna ventana de madera cerrada. El discurso del notable seguía dirigido a la familia de la novia y en especial al representante de la novia, un hombre adulto, con perilla de color zanahoria que es el color del que se queda el pelo, al ser teñido por la jena que utilizan los señores mayores en estas tierras. A cada parada del discurso, las mujeres desde fuera hacían sonar los tambores y chillaban de igual forma que lo hacen las mujeres del Sahara. Mi mente se evadió y empecé a recapitular cómo habíamos llegado hasta este lugar.
Mi amigo Ricardo Fontenla, que lleva unos meses viviendo en esta ciudad, me llamó esta mañana proponiéndome acompañarle a una petición de mano en esta ciudad, Yibuti donde ambos vivimos. Añadió que solo sería una hora. «Encantado si el horario me lo permite», le contesté. Quedamos para las dos de la tarde y él me recogió en el Kempinski. El plan era conducir hasta la casa de Ahmed Mohamed Yusuf, y desde allí en comitiva hasta la casa de la novia para asistir a la ceremonia. Por cierto, qué fácil es saber cómo se llamaban el padre y el abuelo de las personas aquí, todo va en el nombre.
En una calle del centro de la ciudad, muy próxima a la plaza Menelik, Ahmed nos esperaba en la acera junto a un conductor y su coche. Es una persona afable. Antiguo teniente de la policía, está jubilado y vive en Etiopía con su tercera esposa, 40 años más joven que él y sus tres niños.
Al ver nuestro coche se le ilumina la cara y nos saluda muy efusivo; se ve que le hace ilusión que sus amigos blancos asistan a la ceremonia. Es un hombre alto y activo; su sonrisa nos muestras un diente de oro y algún hueco en la boca. Se mueve con agilidad y no suelta el teléfono de la mano. Entre llamada y llamada nos cuenta cómo será la pedida de mano y la boda, dos ceremonias en una. Cambia de idioma entre el somalí y el francés, siempre con un tono fuerte y explicativo. Paramos en el hotel Sheraton. Justo enfrente está la casa del fiscal general de Yibuti, el familiar de mayor rango del clan que asistirá a la ceremonia. A él le corresponde el puesto de mayor distinción y él liderará la comitiva.
Mientras esperamos nos explica que su conductor nos llevará, que aparquemos nuestro coche porque no lo necesitaremos. Todo sea por complacer, aunque me inquietaba la posibilidad de no tener autonomía para el regreso. Esperamos a la sombra, charlando de nuestras profesiones. Hoy día 6 de enero, es uno de los días más fríos del año, la temperatura no subirá de 31º y no bajará de 26º. Todo un lujo para el país más caluroso del mundo. Por fin sale de la gran casa una comitiva de cinco coches, algunos de lujo tipo mercedes y una pick-up con fotógrafos en la caja. Salieron de prisa y tocando el claxon.
Ahmed quería llegar el primero a la casa y haciéndome un guiño dice «mon colonel, l´aviation arrive toujours d´avance». A partir de ese momento nos salimos de las calles que yo conocía de Yibuti y tratando de atravesar la ciudad rápidamente nos metemos en un itinerario de callejuelas, baches interminables rodeados de puestos de comida, y charcos donde jugaban los niños a la vista de las cabras. Ninguna calle tiene nombre y todas muy parecidas. En un cruce paramos y en un instante, un muchacho joven entregó a Ahmed una bolsa de plástico con algo dentro, un regalo pensé yo. Un coche nos obliga a parar junto a un edifico destartalado, con unas puertas de chapa roja, abolladas y cerradas. En lo alto un cartel desdibujado por el polvo y los años de sol decía Boucherie, La bonne Viande y Rafa, señalando la puerta roja me dice «esta es una de las mejores carnicerías de la ciudad». ¡Coño! como se acostumbra la gente a lo que ve a diario, en España en esta carnicería no entraría nadie, pienso yo.
Continuamos rumbo oeste, hacia Balbalah, uno de los barrios más pobres de la ciudad. El continuo zigzag y la imposibilidad de ir rápido dejaba claro que de acortar en tiempo nada. Íbamos a llegar tarde. Antes de salir a la carretera del puerto pasamos junto a un grupo de niños que jugaban en un charco de aguas oscuras. El estómago se me encogió porque aquí no llueve.
Entramos en el barrio de Balbalah, calles de tierra y piedras, con surcos hechos por las aguas tiradas por la gente. Las bolsas de plástico y los cartones adornaban los espacios entre las chabolas. Las cabras se movían tranquilamente, comiendo palos secos, basura y cartón. En un apartado, un cuervo picoteaba los restos de un gato muerto.
Todo parece igual, cómo se orientará esta gente, me pregunto. Ahmed no para de sonreír y de hablar, charlar con nosotros y hablar por teléfono. Nos cuenta lo alegre que es la fiesta a la que vamos y la importancia del clan en su cultura. En estos momentos ya se ha dado cuenta de que llegaremos los últimos.
Por fin salimos de las calles principales y entramos en una callejuela donde los niños nos miran sorprendidos. Delante de nosotros vemos los otros cinco coches. La casa de la novia está frente a un barranco profundo, donde de una acacia aislada y polvorienta cuelgan bolsas de plástico como si fuera un árbol de Navidad. Las bolsas de plástico por todos los sitios son una de las características que definen a este país. A medida que nos acercamos andando por una senda mojada, se van oyendo los cánticos de las mujeres en el patio.
A la entrada de la casa nos espera la familia de la novia. Ahmed nos presenta como sus amigos, nos saludan con afecto. La entrada a la casa está cubierta con alfombras y un corredor de hierba verde y hojas de flor roja cubren el camino. El paso a través del patio es impresionante, los tambores sonando y las mujeres muy arregladas, con sus vestidos (bubus) de colores, cantando y chillando de forma estridente. Eran una treintena de todas las edades, con pañuelos vistosos, tchadores verdes azules y rojos, pero ninguna de negro ni con niqab, el pañuelo que les cubre la cara. A las mayores se las veía contentas y a las más niñas impresionadas y expectantes, pero todas muy alegres. Al final del pasillo una señora tiraba sobre nuestras cabezas papelines de purpurina.
Todo era un poco confuso, mucha gente en un sitio pequeño, queriendo entrar en la habitación de la ceremonia, los reporteros tomando fotos y vídeo de todo. Un montón de zapatos y sandalias en el suelo me dejó claro que había que descalzarse. Mis sandalias las cogió un muchacho, larguirucho, desgarbado y desdentado, que sonreía sin parar de hacer reverencias. Pensé en si tendría que volver descalzo al coche si las sandalias no aparecían, imposible, la calle está llena de basura y piedras. Veremos cómo lo arreglamos.
De nuevo vuelvo a centrarme en la ceremonia, y veo al cadí, que con un boli Bic y una libreta de escuela toma fiel nota del acto.
Es el turno del representante de la novia, un hombre que ha pasado de los 60, bueno quizá menos, aquí no se sabe bien la edad. El pelo y la perilla teñidos de naranja, le dan un aspecto gracioso. Su alocución, seria en principio, se torna en queja por lo poco que la familia del novio, aprecia a la novia. Desde nuestro lado de la sala le contestan con sonrisas y bromas. Terminada su exposición llega el momento de los regalos. Aparecen dos sobres con dinero y una maleta pequeña, de las de cabina de avión que se entrega al representante de la novia. El dinero se guarda y se abre la maleta con gran ceremonia. En su interior varios tipos de tabaco, té, pañuelos una pequeña manta, algo de ropa. Me cuenta Ahmed que son los símbolos de lo que se necesita para vivir. Tabaco y té para pasar el día, el tchal para cubrirse y la pequeña alfombra para rezar.
—Ahmed, ¿dónde están los novios? —le pregunto.
—¡Ah! los novios están en Europa, no es necesario que estén presentes —responde.
El hombre de pelo de color naranja, se levanta y protesta airadamente por los regalos, le parecen poco. Todo parece un poco comedia, porque el clan del novio le contesta con risas y bromas.
Reparten bebida, agua fresca, zumos y refrescos. Me quedo con una botella pequeña de agua, no la abro. Los reporteros están en el medio de esta sala repleta de gente, me cuesta ver las expresiones de los que discuten y hacen bromas. Nuestro anfitrión, siempre que tiene ocasión nos da apuntes de lo que pasa. Me llama la atención que el fiscal ha cogido las bebidas que le ofrecen, pero no ha abierto ninguna. Quizá sea de buena educación coger lo que te dan.
En medio del jaleo, de gente que se mueve por la sala, el cadí toma la palabra. Todos se callan. Leyendo las notas de su cuaderno de escuela, repasa los acontecimientos, con voz grave. Es el momento culmen del acto. Cuando el cadí hace una afirmación, todos los asistentes asienten: ¡Amín!
Sin solución de continuidad el cadí hace un rezo, una especie de letanía en la que a cada frase todos asienten gritando ¡Amín!, que es como pronuncian en árabe nuestro amén.
El acto ha terminado, nos levantamos, casi no cabemos, todos se abrazan, nos abrazan y despiden de forma efusiva. Se les ve alegres. Me dirijo a la puerta y veo el revoltijo de sandalias y zapatos. No están las mías. Levanto la vista y veo al muchacho larguirucho y desdentado con las sandalias en la mano. Me las entrega con una media reverencia. «Merci», contesto aliviado.
El patio vuelve a ser un torrente de energía. Música de tambores y cánticos de mujeres. Les miro y trato de agradecerles su trato. Sonrío, saludo a las niñas, pero apenas si obtengo su complicidad. Su mirada es esquiva.
Más despedidas en la calle empinada, camino del todoterreno de Ahmed. Tumbada en la orilla de la senda, ajena al ajetreo del barrio, una cabra nos mira. Tiene una pata vendada con una cuerda. La pezuña más larga que las otras indica que la lesión es de hace tiempo. Tengo la botella de agua en la mano, sin abrir, un muchacho me mira desde lejos. Le pregunto si quiere el agua, me dice que sí, pero no se acerca. Hay un cierto grado de dignidad en su mirada y de distanciamiento. Se ve que no es de la familia. Me acerco y se la doy, me contesta en somalí con un gesto de agradecimiento.
Ya en el coche, Ahmed termina de contarnos que han sido dos ceremonias en una: petición de mano y casamiento por poderes. Ya pueden los novios vivir juntos sin estar en pecado, me dice Ahmed. Seguro que les alegra saberlo en Suiza, donde se hallan ahora.
En el camino de vuelta Ahmed nos entrega un par de regalos, una bolsita con caramelos y un paquete rojo, parece perfume. Nos explica que una tercera parte de los regalos que se dan a la novia se reparten entre los asistentes. Todo el mundo sale contento de estas ceremonias.
En la carretera del puerto, el flamante todo terreno del fiscal general nos adelante muy deprisa. Ahmed se vuelve y con una sonrisa pícara nos dice: «Il va brouter». y es que para todo yibutí, cualquiera que sea su estatus social, la tarde es sagrada para dedicarla al placer del Khat.